Hollywood siente y sentirá por muchos años la culpa de haber dejado el año pasado al margen del banquete de los Oscar a la comunidad afroamericana. El dato es terrible pero también muy revelador considerando que era el último año del presidente Obama. Doble culpabilidad porque en realidad nada de lo que se premió entonces sobrevivirá mucho tiempo (En primera plana como película, González Iñárritu como director, Brie Larson y DiCaprio como actores principales, Alicia Vikander y Mark Rylance como secundarios). La reparación vino ahora y es un alivio que coincida con el inicio del gobierno de Trump. La película ganadora, Luz de Luna, de alguna manera saca las castañas con la mano del gato. Pone en escena lo que para Hollywood son las tres peores fatalidades de este mundo: ser negro, ser pobre, ser gay. Lo hace con recato, con respeto, con inteligencia y con resueltas buenas intenciones, claro. Pero lo hace. Así las cosas, la oportunidad venía como anillo al dedo al momento. Conste, eso sí, que el premio a la mejor actriz secundaria -Viola Davis por Fences- no tiene ninguna distorsión reparatoria. A ella debieron habérselo dado el 2009 por su trabajo en La duda, donde en una escena inolvidable (ella, la madre del chico presuntamente abusado, conversando con el cura mientras caminan por una calle de Boston) probaba estar hecha de esa madera que distingue a las actrices superdotadas.

Es una lástima que Natalie Portman no haya estado entre las ganadoras del domingo pasado. Su trabajo en Jackie es muy aplomado y profesional. La cinta tiene además otros méritos. Es la primera vez que Pablo Larraín no filma una película antipática y tiende lazos emocionales sólidos con su protagonista. Jackie es una realización muy atendible. Su gran problema es que comienza bastante bien (el atentado, el juramento presidencial en el avión, la vuelta a la Casa Blanca) y cierra bastante mal, con un funeral al que obviamente le faltó presupuesto y la cita a una comedia musical sesentera que a estas alturas mejor valdría olvidar.

No he visto The salesman, que se llevó el Oscar a la mejor película extranjera, pero a todos nos consta, por La separación, por El pasado, que el iraní Asghar Farhadi es un cineasta serio. Serio y potente. Eso ya es bastante garantía y alivia saber que el premio no haya ido a parar a Toni Erdmann, la comedia alemana que según muchos críticos fue la gran revelación del año pasado. Como a mí me pareció insufrible, vaya que celebro su derrota. Pocas veces he visto tanta bobería y tantos lugares comunes juntos -y además tan largos- como en esta historia de papá buena onda y supuestamente divertido e hija deshumanizada, fría, calculadora y canalla. Un asalto en despoblado al esprit de finesse.

Si de sobrevivencia se trata, el Oscar 2017 quedará inscrito para siempre por el premio a Casey Affleck, el protagonista de Manchester junto al mar. Siendo muy sentida, la película a lo mejor no es perfecta. A veces majaderea más de la cuenta con las conquistas amorosas del sobrino huérfano, el chico que está abandonando la adolescencia y entrando a la juventud. Pero en el personaje de Affleck estas imágenes se topan con una verdadera montaña de heridas irreparables e irredimibles. Tal es el verdadero núcleo duro de la cinta. Y ahí el actor está descomunalmente bien. Es impresionante. Por sus gestos, por su dominio corporal, por la autoridad animal que trasunta en distintas escenas, recuerda por momentos a monstruos como James Dean, como Brando, en sus inicios. Eso suele ocurrir poco en el cine. Pero cuando ocurre, la fiesta en el Olimpo es total.