¿Cómo convencer a un joven académicamente destacado que estudie Pedagogía? Esta es una pregunta que distintas políticas han intentado responder. La Beca Vocación de Profesor logró un avance mejorando las condiciones de los jóvenes durante sus estudios (entregando becas de arancel y dinero de bolsillo) y en algunos casos mejorando su formación mediante pasantías en el extranjero. La política nacional docente, por otro lado, fijó estándares mínimos de entrada para los estudiantes que quisieran ingresar a la carrera de Pedagogía, junto con obligar a las universidades a acreditar esas carreras, lo que las haría supuestamente más atractivas. Junto con estas políticas, es común ver múltiples iniciativas desde la sociedad civil, que buscan incrementar el prestigio social de la carrera y a la vez, estimular la vocación de los jóvenes mostrando el impacto y significado trascendente de la docencia para la sociedad.
Sin embargo, y a pesar de estos loables esfuerzos, no es fácil encontrar argumentos para que alguien que acaba de salir de la educación escolar y con miles de opciones abriéndose (en particular si su puntaje PSU es alto), opte por estudiar Pedagogía. Comparto algunos ejemplos de la dificultad del problema.
Primero, es poco atractivo para alguien que recién da sus primeros pasos hacia el mundo del trabajo conformarse con la idea de que el principio, desarrollo y fin de su vida profesional están regulados y prefijados de antemano por ley. Imagino que habrá algunos que preferirán la certeza del escalafón a la incertidumbre del mercado, pero eso implica renunciar a que a través del esfuerzo y el trabajo individual, los resultados puedan superar las expectativas. ¿Cómo convencer a alguien de 18 años de emprender un trayecto si ya se conoce cada paso, y además su techo?
Segundo, cualquier joven con cierto idealismo que le llame a cambiar el mundo, se decepcionará al menos un poco cuando se entere que su ejercicio profesional no solo estará regulado y enmarcado, sino que dependerá de vaivenes electorales y de las modas que en menor o mayor medida permeen el Ministerio de Educación. No serán ellos, como profesionales, los que discutirán si dar o no tareas para la casa: en Chile dicha decisión parece corresponderle al Senado de la República. Si llegan a ser directores de escuelas estatales, deberán pasar un exigente concurso, pero no serán ellos quienes elijan, evalúen o despidan a sus profesores.
Finalmente, no ayuda mucho tener que explicarles a estos jóvenes que si alguna vez soñaron con fundar un colegio para estudiantes vulnerables, con un proyecto propio, y recibir una justa retribución por ello proporcional a su éxito, serán tratados por el Ministerio de Educación como arribistas, o delincuentes. Si acaso podrán desarrollar su proyecto, dependerá de "la demanda" que determine el Ministerio de Educación. Si, como alternativa, quisieran crear una entidad asesora externa que apoye a los establecimientos en temas pedagógicos, tampoco podrán hacerlo a menos que sea sin fines de lucro. En otras palabras, no le queda más alternativa que ser funcionario público o depender del Estado. Independendiente de la opinión a estas alturas valórica respecto del lucro, ninguna carrera profesional tiene este tipo de limitación.
Así, no podemos dejar todo a la vocación. Con los resultados de la PSU en mano, la decisión se vuelve más difícil de lo que parece en el papel. Sin pretender contar con una panacea, debemos buscar alternativas reales para convertir la pedagogía en una profesión que pueda tener simultáneamente un estándar mínimo aceptable y un horizonte ilimitado de desarrollo para que a punta de trabajo puedan destacar dentro de su rubro, sin tramos ni techos.