En 1985, el escritor estadounidense William Styron sufrió una depresión que lo mantuvo al borde del suicidio. A esa altura, y con 60 años de edad, Styron aparentemente tenía poco de qué quejarse: lo rodeaba una linda familia, sus novelas le habían reportado una merecida fama y una situación confortable, había viajado por Europa, su talento era reconocido en todas partes y entre sus amistades se contaban los más grandes narradores de su época. Desde hacía décadas que Styron llevaba una rutina más bien relajada, que consistía en levantarse al mediodía, trabajar algunas horas en la tarde y luego emborracharse hasta la madrugada con las visitas que casi a diario recibía en su idílica casa campestre ubicada en Connecticut. Pero un día Styron decidió abandonar el trago. Y lo que siguió fue la caída al abismo negro.
Esa visible oscuridad es el lúcido recuento de un hombre cercado por las tenebrosas sombras de la depresión endógena, un hombre que, mal medicado por demasiado tiempo, ve, sin poder hacer nada, cómo su existencia avanza hacia el fin más complejo, aquel gatillado por la mano propia. Pero, claro, Styron, que era un tipo inteligente, no abusa del dramatismo de su situación, sino que se empeña en transmitir lo intrasmisible: "Esto me induce a referirme de nuevo a la evasiva naturaleza de semejante afección. Que no es fortuito el obligado recurso al término 'indescriptible', pues conviene recalcar que si el dolor fuera fácilmente descriptible la mayoría de los incontables pacientes de este antiguo padecimiento habrían sido capaces de especificar fidedignamente para sus amigos y seres queridos (incluso sus médicos) algunas de las auténticas dimensiones de su tormento, y tal vez lograr una comprensión que generalmente no ha existido".
Una de las causas del deterioro de la salud mental del narrador -"no se dude jamás que la depresión, en su forma extrema, es locura"- tiene que ver con el actuar de cierto psiquiatra a quien Styron opta por llamar, no sin ironía, "Dr. Gold". Los continuos yerros del facultativo a la hora de recetar medicamentos -algo común a mediados de los años 80, especialmente con el fármaco llamado Halcion- casi le cuestan la vida al novelista. Y no sólo eso: en las terapias que conducía, el Dr. Gold le había asegurado a su paciente que debía tratar de eludir la hospitalización a toda costa, "por el estigma que me podía dejar". Cuando Styron tuvo claro que el próximo paso era el suicidio -evidentemente le sobraban ideas y ejemplos de cómo proceder al respecto-, decidió internarse en un hospital. Y tal acto lo salvó.
Es muy notable la defensa que emprende Styron del hospital como último bastión en la lucha contra la depresión. Dos son las razones que ofrece para explicar las bondades de internarse: el aislamiento, el verse alejado del entorno familiar, y "el suave trauma, el trauma singularmente gratificante, de la súbita estabilización". Para él, "los verdaderos médicos fueron la reclusión y el tiempo". Aun así, no todo es solemnidad a la hora de evaluar su experiencia hospitalaria. Especialmente graciosas son sus descripciones de cierta terapia de arte, "que no es otra cosa que infantilismo organizado", a la que estaba obligado a asistir: a medida que se iba mejorando, Styron, azuzado ya por cierta vocación al humor negro, partió moldeando con plasticina "una horripilante calaverita verde, con todos sus dientes, que nuestra maestra declaró una réplica espléndida de mi depresión". La última figura que el novelista le presentó a "esa jovencita delirante" fue "una cabeza querubínica con una sonrisa de lo más amable". La joven declaró entonces que se trataba de un ejemplo más del triunfo de la terapia de arte sobre la enfermedad.