Durante mucho tiempo argumenté que legalizar la producción y el consumo de cannabis tenía todo el sentido del mundo. La ilegalidad no hace más que fomentar el mercado negro, las mafias, la violencia y la corrupción. Legalizar la marihuana, en cambio, permite que sea un negocio como cualquier otro que, además, aporta impuestos que se pueden destinar a la prevención, educación y tratamiento de adicciones.
Agregaba que fumar un pito de vez en cuando no hace daño a nadie y que prohibir la venta de marihuana era inconsistente con permitir la venta de alcohol, que es mucho más dañino.
Había seguido a distancia la polémica por el proyecto que busca legalizar la venta de marihuana. Líderes políticos y del mundo de la cultura describiendo la buena experiencia que tuvieron consumiendo cannabis, llamados a la cautela y expresiones de preocupación por parte de expertos médicos.
Luego de la sorpresiva remoción del director del Senda (servicio público que previene y rehabilita en temas de drogas) la semana pasada, decidí informarme sobre el tema. Me llevé varias sorpresas.
La primera es que la cannabis que se consume hoy en día es siete veces más potente que la que consumimos cuando fui estudiante universitario a fines de los 70. Bastante menos inocua de lo que creía. Tal vez por eso es tres veces más probable que un consumidor de marihuana termine con problemas serios de adicción que uno de alcohol*.
También aprendí que varias de las experiencias legalizando la marihuana en otros países han sido decepcionantes. Por ejemplo, en el caso del estado de Colorado, en los Estados Unidos, el consumo ilegal aumentó luego de la legalización, contra todo pronóstico. Además, el consumo legal fue mucho menor que el presupuestado, de modo que los recursos obtenidos vía impuestos no alcanzan para cubrir el incremento de casos de consumo problemático.
Lo más importante que aprendí fue que el impacto negativo de la venta de marihuana es mucho mayor en sectores vulnerables. Los niveles de consumo en escuelas públicas, subvencionadas y pagadas son similares: en torno a un tercio de los alumnos entre octavo y cuarto medio. Sin embargo, el porcentaje de estos casos que terminan con problemas serios producto del consumo -dejan el colegio, se meten en peleas, son víctimas o victimarios de bullying, etc.- es mucho mayor en escuelas municipales que en las pagadas (casi el triple)*. A lo anterior se agrega que la fracción del ingreso dedicado al consumo de drogas ilícitas en hogares de NSE bajo es cuatro veces mayor que dicha fracción en hogares de NSE alto. (32% vs. 8%, en ambos casos considerando solo hogares consumidores)**.
Un informe del Senda resumiendo los Diálogos Ciudadanos que organizó en 15 regiones, con juntas de vecinos, padres y apoderados, clubes sociales, clubes deportivos, clubes de adultos mayores y centros de madres, sugiere que las preocupaciones de la ciudadanía en materia de drogas tiene poco que ver con aquellas de los diputados y senadores que supuestamente los representan.
La gente quiere las drogas y el alcohol lo más lejos posible de sus seres queridos. Les asusta que se droguen y tomen en la calle, porque se desinhiben y se ponen a pelear y porque es terreno fértil para la delincuencia. La gente quiere que los medios de comunicación informen bien y no den una imagen que desdramatiza los problemas que les toca vivir producto de la droga. La gente quiere que haya más tratamientos y rehabilitación para los que lo necesitan, programas de prevención en los colegios y más herramientas para criar bien a sus hijos en esta modernidad que les impone desafíos que frecuentemente los sobrepasan.
Una buena ley de drogas tiene como objetivo principal proteger la salud de las personas, lo cual significa prevenir, rehabilitar y disminuir el acceso a ellas, también evitar que quienes consumen pasen por el sistema penal. Al mismo tiempo, debe dar herramientas suficientes para perseguir a quienes lucran con el daño de otros y desincentivar el tráfico, el microtráfico y el consumo. A nivel preventivo, es clave aumentar la percepción de riesgo, la cual viene cayendo en Chile a la par de un notable incremento en el consumo.
Es interesante comparar la tendencia en el consumo -porcentaje de la población escolar adolescente que consumió cannabis durante el último año- de Chile con otros países. Entre 1999 y 2009 estábamos en torno al 15% y estables, pero entre 2009 y 2013 el porcentaje se duplicó, pasando al 30%. En cambio, en los países escandinavos el consumo está estable y en niveles mucho más bajos (5% en Suecia, 10% en Finlandia). En el Reino Unido viene cayendo, desde niveles altos hace un par de décadas a niveles menores que los nuestros. En Uruguay, en cambio, viene subiendo rápido luego de la legalización, aunque el nivel todavía es inferior al de Chile.
Las políticas que discute el Congreso para facilitar el consumo de marihuana ilustran el peligro de legislar en base a experiencias propias más que la evidencia disponible. Nunca es buena idea legislar partiendo de lo que uno quisiera para sí mismo y su entorno, menos aun en un país tan segregado como Chile. El mensaje que se entrega legislando para facilitar el consumo va en la dirección opuesta a lo que quieren los sectores más vulnerables y los ciudadanos de a pie.
*Estudio Nacional de Drogas en Población Escolar, Senda, gobierno de Chile, varios años.
**Precio y gasto en drogas ilícitas en Chile", Senda, gobierno de Chile, 2015.