La prueba que acaba de realizar Kim Jong-un lanzando un misil balístico de largo alcance que podría llegar hasta Alaska representa un salto cualitativo en el programa nuclear que desarrolla el más audaz y peligroso miembro de la dinastía que gobierna ese país con mano de hierro desde hace décadas.
El misil se mantuvo en el aire durante cerca de 40 minutos, recorrió más de 900 kilómetros y fue capaz de volar a cerca de tres mil kilómetros de altura antes de acabar su trayectoria cayendo en el mar del Japón. El Hwasong-14 norcoreano demostró una de las dos cosas importantes en un cohete de esta envergadura: que es capaz de reingresar a la atmósfera de la Tierra soportando el calor y la presión extremas de esa trayectoria. Lo otro -que es capaz de cargar una cabeza nuclear que también esté en condiciones de reingresar en la atmósfera- todavía no ha ocurrido, pero a estas alturas sería conveniente tomar con pinzas las afirmaciones de todos esos expertos que aseguran que Pyongyang no puede lograr semejante cosa en este momento. Son los mismos que vienen sosteniendo desde hace algunos años que las pruebas nucleares de Corea de Norte no representan gran cosas porque el país carece de los ve-hículos necesarios para que sus bombas alcancen los Estados Unidos y porque no está en capacidad de miniaturizar su arsenal como para instalarlo en los cohetes.
El misil intercontinental utilizado por Pyongyang, según el propio gobierno de Estados Unidos, es capaz de alcanzar Alaska, su estado más próximo. De allí a alcanzar Seattle, el lugar de Estados Unidos continental más cercano a Corea del Norte fuera de Alaska, hay un paso muy pequeño. Hay que asumir que el régimen totalitario de Kim Jong-un está ya en condiciones de darlo.
¿Qué nos dice este salto cualitativo que acaba de exhibir Pyongyang en su escalada nuclear? Por lo pronto, que, a diferencia de Irán, cuyo programa ha sido contenido con dificultad hasta ahora (lo que no es lo mismo que revertido), el de los norcoreanos no ha hecho sino avanzar. Todos los esfuerzos, incluyendo las negociaciones fracasadas que se dieron en su momento, las presiones diplomáticas, las amenazas militares y demás, han sido pólvora mojada. Como ese camión amenazante en Duel, la famosa película de Spielberg, el programa nuclear de Pyongyang no se detiene nunca.
Entre 2003 y 2008, en Pekín, Corea del Norte entabló negociaciones con Estados Unidos, China, Rusia, Japón y Corea del Sur, pero Kim Jong Il, el mandamás de entonces, incumpliendo sistemáticamente lo que se acordó en la mesa, continuó con las pruebas y el desarrollo del programa nuclear.
Más tarde, en 2012, en un nuevo intento de negociación, Corea del Norte acordó congelar las pruebas militares a cambio de alimentos. Pero Kim Jong-un, que ya había sucedido al padre, anunció unos meses después que todo seguiría igual. En febrero de 2013 ordenó realizar la tercera prueba nuclear de su país (primera bajo su mando).
Lo segundo que el misil de largo alcance ensayado esta semana demuestra es que la inteligencia occidental es mucho menos eficaz en lo que respecta a Corea del Norte que en relación con Irán. Ello no es de extrañar, dada la posición geográfica y la hermética naturaleza del régimen de Corea del Norte, así como la presencia obstaculizante de China, un vecino que tiene intensas relaciones con Pyongyang: el comercio bilateral suma casi cinco mil millones de dólares, unas 25 veces el que tiene Corea del Norte con India, su segundo interlocutor económico.
Todos estos factores han ayudado a Pyongyang a proteger su programa nuclear del espionaje estadounidense, surcoreano y japonés bastante bien. Utiliza búnkers subterráneos repartidos por el país para esconderlo y ahora parece haber desarrollado también lanzadores móviles que hacen difícil fijar, para observadores exteriores, los lugares exactos desde donde Pyongyang podría disparar sus misiles.
Otra conclusión significativa que se desprende de lo sucedido esta semana es que Kim Jong-un no está tan loco como parece. Es excéntrico, fanático, hasta cierto punto temerario, pero bajo esa apariencia bizarra se esconde una mente con buena capacidad para calcularlo todo. ¿Qué, por ejemplo? Lo más importante: las opciones reales del enemigo. Quizá no haya, en el mundo de la guerra real o potencial, nada más importante que poder medir con exactitud la fuerza del enemigo, lo que incluye no sólo su capacidad militar sino sus opciones de hacer uso de ella.
Pyongyang entiende bien el dilema en el que su programa nuclear pone a Donald Trump, las democracias occidentales y los dos vecinos más directamente implicados, Corea del Sur y Japón.
El régimen norcoreano es el más militarizado del mundo, con un ejército activo de más de un millón 200 mil soldados, decenas de miles de comandos entrenados para operaciones especiales, un arsenal enorme de armas químicas y biológicas, miles de piezas de artillería, una multitud de cohetes y, por si fuera poco, equipos altamente especializados en la guerra cibernética. Seúl, una ciudad situada apenas a 53 kilómetros de la frontera y poblada por 10 millones de habitantes (más 15 millones en los alrededores), es extremadamente vulnerable, como lo son otras zonas del país. De allí la presencia de unos 28.500 soldados norteamericanos liderados por el general Vincent Brooks.
Desde la infiltración de comandos capaces de sabotear la infraestructura surcoreana hasta el uso de la artillería que apunta al sur directamente, son muchas las armas con que cuenta Pyongyang para causar una verdadera devastación en el enemigo (literalmente el enemigo: tras la guerra entre las dos Coreas, se declaró un armisticio que sigue vigente y nunca se firmó un tratado de paz definitivo). También está en condiciones de atacar Japón. Las bombas nucleares con que cuenta -entre 10 y 16- pueden ser lanzadas sin problema sobre Japón o la otra Corea dado que cuenta con misiles de corto alcance suficientemente probados.
Teniendo todo esto en cuenta, es evidente la estrategia -fría, racional- de Kim Jong-un: convencer a Estados Unidos de que está lo suficientemente loco y es lo bastante temerario como para causar millones de muertos en Corea del Sur y eventualmente Japón si Washington usa la fuerza para frenar o destruir su aparato nuclear. En cierta forma, ya lo ha logrado: desde que se confirmó que Pyongyang había ensayado exitosamente el lanzamiento de un misil de largo alcance, se han multiplicado las voces en Estados Unidos y en otros países aliados que claman por una negociación ante el temor de que una represalia militar estadounidense lleve a Kim Jong-un a lanzar una bomba nuclear o una andanada biológica y química contra el sur. Ese elemento disuasorio, paralizante, es la mejor arma de Kim Jong-un para asegurar la continuidad de su régimen totalitario.
Pero hay más: la estrategia de hacer creer que está lo suficientemente loco como para responder a un ataque quirúrgico estadounidense contra su programa nuclear matando a cientos de miles de surcoreanos o japoneses sirve también de muro de contención contra China. Pekín no sólo actúa con prudencia con Corea del Norte porque le interesa evitar que Estados Unidos, en la eventualidad de una Corea reunificada, tenga bajo su influencia a un vecino fronterizo; de un tiempo a esta parte, también lo hace porque teme mucho la capacidad de desestabilización de Pyongyang. Una capacidad que ahora, con un Kim Jong-un de apariencia mucho más impredecible que la de su padre y abuelo, es, a ojos chinos, mayor que antes.
A sus 33 años, el heredero de la dinastía ha conseguido, de esta forma, llevar el programa nuclear a un nivel en el que cabe preguntarse si es ya demasiado tarde para frenarlo.
Existe, por supuesto, la posibilidad de que Pyongyang esté intentando forzar a Estados Unidos y compañía a negociar, bajo condiciones muy distintas a las del pasado, un acuerdo por el cual su programa nuclear no se vea perjudicado significativamente. En esa hipótesis, Estados Unidos aceptaría el "statu quo", es decir la inevitabilidad de un programa que no es reversible, y pediría simplemente congelar los ensayos nucleares a cambio de otorgar a Corea del Norte ayuda en alimentos y medicinas, sus dos grandes carencias. Después de todo, como otras potencias militares comunistas de la historia del último siglo, la militarización extrema del país convive con una situación económica angustiosa. El PIB per cápita de Corea del Norte es 28 veces menor que el de Corea del Sur.
Esta es una conjetura que en cualquier caso deja muy bien parado a Kim Jong-un, pues, de materializarse, su objetivo se habría cumplido: poner el progama nuclear, garantía de supervivencia del régimen, a salvo de la amenaza exterior.
Pero no es nada seguro que Pyongyang esté interesado en este momento en negociar. Su nivel de intercambios económicos con China sigue siendo importante a escala norcoreana y la megalomanía de Kim Jong-un puede perfectamente seguir privando a la población del bienestar más básico a cambio del "prestigio" mundial que está adquiriendo como enemigo de los Estados Unidos.
Este prestigio lo protege asimismo contra eventuales adversarios internos, algo semejante a lo que aconteció en su día con Fidel Castro, a quien haber sobrevivido con éxito a los Estados Unidos le confirió un aura de líder nacionalista útil para prevenir cualquier conspiración interna (una vez superada la etapa inicial de la Revolución, cuando todavía había grupos hostiles activos dentro de Cuba).
Donald Trump tiene en sus manos este dilema mortal: atacar es correr el riesgo de provocar una retaliación genocida por parte de Kim Jong-un (o eso nos ha hecho creer a todos el dictador norcoreano) y no atacar implica aceptar que Washington ha perdido la partida iniciada en los años 50, cuando la Unión Soviética empezó a entrenar a científicos norcoreanos para que desarrollaran bombas nucleares. Algo que supondría haberle fallado a Corea del Sur y a Japón, los dos aliados cubiertos por el "paraguas" estadounidense, y estimular imitadores en otras partes, incluyendo quizá a Irán, que tiene tratos con Pyongyang en esta materia.
Trump está acostumbrado -recurso que ha empleado en negociaciones comerciales- a obtener resultados intimidando al interlocutor, haciéndole percibir que sus fuerzas son muy superiores a las del contrario y que está dispuesto a usarlas. Esta dinámica ya no es posible en el caso de Corea del Norte por las razones expuestas. Veremos si el supremo negociador es capaz de encontrar otra vía para impedir que Corea del Norte se anote una victoria definitiva en su enfrentamiento con las democracias de Occidente y logre, décadas después de haber firmado el Tratado de No Proliferación Nuclear, instalarse de forma permanente en el club de las potencias nucleares junto a Estados Unidos, Rusia, China, el Reino Unido, Francia, India, Pakistán e Israel.