A veces, en términos de energía, es tan poca la distancia que media entre hacer las cosas bien y hacerlas mal que sorprende la cantidad de recursos, imaginación e inteligencia que ha gastado este gobierno para transformarse en un festival de la chapucería y la incompetencia. El espectáculo que han estado dando en las últimas semanas las autoridades del sector educación y de la salud tiene los contornos de una comedia bufa. Tres pasos adelante, dos atrás, cuatro a un lado, dos al otro y una envidiable cara de palo durante la pirueta. No sólo eso. A cada rato se están invocando las promesas de la Presidenta Bachelet, como si sus palabras fuesen la gran reserva de sensatez de la república, cuando es obvio que esta penosa coreografía comenzó justamente con ella, cuando prometió educación gratis y de calidad para todos y dijo que durante su mandato se iban a entregar 20 hospitales construidos, otros 20 en obra y 20 más en fase de licitación, cuento un tanto inverosímil ya entonces, pero que hoy simplemente parece película de ciencia ficción. Fue un literal asalto a las viejas prevenciones republicanas de la política, que entre otras cosas prescriben que no es bueno que los gobernantes hagan promesas a la ciudadanía en el aire, sin el respaldo de estudios serios, básicamente porque después no se pueden cumplir. El país sabía de expresiones lamentables de frivolidad, pero es difícil que haya acumulado tantas en tan corto tiempo.

El desgaste al cual está siendo sometido el aparato estatal está agravando notoriamente un cuadro que ya antes de todo esto era crítico, por los niveles de inoperancia y captura. Esto último volvió a quedar de manifiesto en la negociación colectiva del BancoEstado y en el reciente paro del Registro Civil. En simple, todo indica que está en vías de imponerse la idea de que las empresas y reparticiones públicas son de los que las trabajan. Y como la erótica indisimulada de toda burocracia es reproducirse indefinidamente, este gobierno ha hecho su aporte al amasijo cumpliendo el sueño de la pega fiscal que todavía mueve a mucha gente. Las cifras muestran que en lo único que los ministerios no han parado es en contratar más empleados a honorarios.

Es curioso que la compulsión de la Nueva Mayoría por expandir el Estado no vaya acompañada por iniciativa alguna conducente a modernizar o flexibilizar sus lógicas de operación. Ningún salvavidas se ha dispuesto para la Alta Dirección Pública, que está en problemas. Sigue la presión contra el sistema privado de salud, no obstante que el público funciona peor. Nada se está haciendo por liberar a la dirección de los hospitales de las trampas políticas, gremiales y administrativas que la tienen bloqueada. Nadie está pensando con seriedad de qué manera podremos zafarnos de ese barril sin fondo que es el Transantiago. Nada muy concreto ni original se está proponiendo para las entidades que el día de mañana deberán hacerse cargo del desarrollo de la educación pública desmunicipalizada, de suerte que lo que fracasó una vez por limitaciones políticas y orgánicas volverá a fracasar de nuevo por las mismas razones. Son sólo ejemplos, pero que describen un tinglado en hundimiento.

Por otro lado, mientras mayor es la apuesta por sacar a los privados de ámbitos donde la Nueva Mayoría quiere ver al Estado, peor funcionan aquellas áreas donde la acción pública sí es irreemplazable. Es la vieja trampa del pensamiento estatista: poner al Estado donde sobra y exponerlo al fracaso donde efectivamente falta. Los forados existentes en materia de seguridad pública hacen que ni siquiera los jueces se escandalicen de los actuales niveles de impunidad en los delitos contra la propiedad y que los alcaldes cuenten como hecho de la causa que en muchos sectores de sus comunas la policía prefiera ni meterse. Mejor no hablar de lo que ocurre en La Araucanía. El sistema tributario, que es clave para entregar certezas y acompañar con límites claros al sector privado, y que entre nosotros nunca fue muy diáfano, se volvió más turbio y oscuro que nunca. Se han colocado ya muchos parches sobre la falta de médicos especialistas del sistema público de salud, pero nadie está diseñando una solución de fondo, que contrapesando incentivos con resultados permita ir corrigiendo un déficit que ya se hizo crónico y que si nada se hace seguirá agravándose.

El desfondamiento del Estado sólo en lo menos tiene que ver con la luz roja que prendió Hacienda después de la llegada del ministro Valdés para advertir que había que parar la fiesta y que estábamos topando fondo en la caja fiscal. Se hizo una gran reforma tributaria a cargo del peor ministro de Hacienda en 30 años y, tal como muchos anticiparon, los recursos adicionales, aparte de segar el crecimiento, que es por lejos lo que más plata le reporta al erario, se fueron entre los dedos. Se sabía: una extraviada reforma educacional desvió buena parte de los nuevos recursos a los sostenedores y no a los estudiantes que realmente los necesitaban.

Luego de un gobierno que apostó el todo por el todo a la calidad de la gestión, hay que reconocerle al actual gobierno el mérito de haber devuelto la política al centro del debate. Es el lugar que merecen las preguntas esenciales respecto del tipo de sociedad que queremos y de las prioridades que debamos marcar.

Sin embargo, la política también es gestión, manejo, optimización, imaginación para aprovechar lo poco que hay con miras a obtener aquello que no tenemos. Y en esto, Bachelet no sólo está en deuda. Así como va, va a la bancarrota.