Uno de los efectos más surrealistas de este festival es la impensada resurrección de Checho Hirane por medio de la rutina de Juan Pablo López. Nadie lo podía imaginar. Hace rato que Hirane no iba a la tele y si lo hacía era más bien como una figura anecdótica: un humorista devenido en un comentarista de ultraderecha, un nostálgico del mundo militar que fustiga desde la radio cualquier presente democrático con tanto miedo como violencia. Por lo mismo, ver en Fiebre de Viña cómo le decía a Pamela Jiles que no era pinochetista fue algo más bien triste no solo porque resultaba acomodaticio sino porque Jiles fue interrumpida y saboteada una y otra vez por su propio panel, impidiéndole cualquier clase de diálogo. El punto de Jiles era obvio: en el imaginario colectivo Hirane encarna el peor costado de la defensa del legado de la dictadura de Pinochet; es alguien que, por ejemplo, no tuvo problemas en ir a visitar a Miguel Krassnof en la cárcel. Pero a Jiles la boicotearon en su propio programa de tal modo que musicalizaban sus preguntas y la cortaban cuando hablaba; ahí a nadie le parecía patético o extraño tener a Hirane ahí de vuelta como un zombie tan inesperado como feliz en el set.
Cosas que pasan. Esa misma mañana José Miguel Viñuela (otro rostro televisivo que volvió como un muerto vivo estos días) criticó el show de López (que se burló de los militares) y abogó por el humor clásico de Oscar Gangas, Dino Gordillo, Alvaro Salas y Bombo Fica. Supongo que eso lo dice todo. Es la añoranza de un mundo que ya no está, el del miedo a la realidad, el de los chistes sobre homosexuales, suegras y borrachos, el del comentario social tierno pero sin muchas luces, el de una industria del espectáculo que dice que es apolítica mientras esgrime una sonrisa vacía, lanza carcajada inexplicable y baila como respuesta automática a casi todo.
Quizás por eso tengan sentido las actuaciones de López y Daniela "Chiqui" Aguayo. Hay un juego biográfico ahí; de partida porque el material que usaron estaba hilvanado con sus propios fracasos laborales y sexuales, algo que permitía ver cómo se relacionaban con las instituciones y la historia del país, preguntándose qué lugar ocupaban ellos en nuestra sociedad. La respuesta no era la más consoladora pero sí lo suficientemente transgresora. Antes, en el backstage que vino luego de la actuación de Sin Bandera, la cámara había mostrado a Aguayo de cerca, despojándola de toda intimidad en los momentos previos al show.
Pero cuando salió al escenario ella se comportó de modo radical; habló de vaginas, sexo oral, pelos, orina y menstruación. Con eso, se burló de ella misma y de los que estaban en la primera fila del público. No buscó solidaridades ni empatías de ningún tipo y si en unos primeros minutos se la vio titubear, luego se sintió tan cómoda que fue elevando el tono de lo que contaba hasta llegar a un punto de no retorno. Eso la volvió contradictoria pero inevitable: al vulgarizar el lenguaje lo recuperaba para sí misma porque ponía, ahí en el centro de la Quinta Vergara, el habla de la propia intimidad de modo destemplado.
Aquello es preferible al humor de antaño, a una picardía que encubre la discriminación de género, a la ausencia de ideología. Es preferible a todas las recomendaciones de Viñuela, y todos los chistes que ya olvidamos de Hirane; es mejor que las buenas conciencias que añoran ese humor blanco y a la vez homofóbico, lleno de esos gesto clasista de permitirle solo a los humoristas de extracción popular (Payahop, Los Locos del Humor, Los atletas de la risa) hablar de sexo, drogas o pobreza. Por ahora, tiene gracia que el costado más filoso de este Festival venga de lo supuestamente debería provocar morbo, de esos humoristas que son capaces poner en evidencia el lazo concreto del evento con el mundo que lo contiene, sacándolo de esa burbuja de corrección y glamour falso que parece que lo justifica.