Cualquier programa político debiese ocuparse del apremiante clamor que emana desde el territorio, hecho patente hoy por incendios, antes por terremotos, aluviones, protestas en Magallanes o Aysén, erupciones, el conflicto mapuche.
Al menos tres principios fundamentales se ven severamente desconocidos por la falta de consciencia telúrica de nuestra política y la fragilidad de la institucionalidad territorial que afectan a Chile: el principio republicano de la distribución del poder, el principio nacional de la integración popular, y un principio específicamente telúrico de la naturalidad.
La libertad depende de la división del poder. A esta división se la entiende usualmente en sentido funcional, como la que ha de existir entre el órgano legislativo, el ejecutivo y el judicial. Pero la división del poder exige también la consideración del territorio. El poder concentrado acentuadamente en gobernantes y entramados de influencias capitalinos, termina atentando contra la libertad de las provincias, súbditas de fuerzas en las que carecen de toda influencia y control. Las élites políticas de regiones son impotentes, meras administradoras de tareas menores, sin recursos ni capacidad efectiva de representar y enfrentarse a las decisiones adoptadas desde Santiago. Parafraseando a Salazar: la oligarquía santiaguina se impuso a los pueblos. Y los habitantes y empresarios locales no pueden contra un poder económico santiaguino que campea sobre los recursos del país. Ya no hay polos de desarrollo alternativos, cual antaño Copiapó, Valparaíso o Concepción, ciudades, en su tiempo, económica, cultural y políticamente vanguardistas.
El centralismo es, en segundo lugar, contrario a la integración nacional. La concentración de poder político y económico en élites capitalinas genera grupos dominantes extremadamente desiguales con el resto del pueblo (incluso en la capital), desarraigados, carentes de consciencia popular. Y diferencias que permiten hablar de un país dividido. Sabido es que el Estado requiere, para subsistir y gozar de una convivencia sana y buena, de una nación integrada.
Es imposible lograr una integración nacional sin distribución del poder territorial, en la cual todos puedan sentirse ciudadanos partícipes de condiciones comunes razonables de vida. Sólo entonces cabe apelar a la solidaridad nacional en los momentos de crisis, y que el llamado no suene a hueco. Para eso, se requiere de pocas y poderosas regiones. El riesgo de no producirlas, es el del aciago alzamiento popular intensificado o, peor aún, el separatismo o la ocupación extranjera de lo que hemos abandonado (piénsese en Aysén).
El centralismo atenta, en tercer lugar, contra la integración del pueblo a su territorio. Poetas y pensadores nacionales han reparado en que el territorio es, antes que mapa, paisaje: un contexto de naturalidad en el que cabe experimentar sentido. Vidas más cercanas a la naturaleza pueden ser más armónicas. La experiencia de los mares, los campos, bosques y cerros nos sume en ritmos y goces de los que nos privamos en la gran capital. La aglomeración de Santiago vuelve difícil superar la polución, la segregación, la inseguridad, la alienación. El despliegue del pueblo por su territorio permitiría, en cambio, una vida nacional dotada de mayor naturalidad y, con ella, de plenitud.
Hoy es tiempo en que muchos vuelven al paisaje y otros muchos se han percatado del dolor de la tierra. Coincide con el momento en que se están preparando los programas de gobierno. Debiese ser el instante propicio para ganar distancia, ampliar la consciencia hacia el paisaje, de que la política repare en el fundamental significado republicano, nacional y natural de nuestra tierra.