El gobierno ha querido centrar la discusión de la Ley de Presupuestos en una pretendida idea de responsabilidad fiscal, en el significativo volumen de los recursos asignados a educación, y en particular, en el financiamiento de la gratuidad en educación superior, que este año se ampliará hasta el sexto decil de ingresos en las instituciones involucradas. Pero la noticia sorprendente está en educación escolar: los recursos frescos que se habían comprometido para los establecimientos gratuitos sin fines de lucro y que participaran de la subvención escolar preferencial no se asignaron, aun cuando estaban establecidos explícitamente en la ley.

Aparte del injustificable incumplimiento del cronograma de la ley de inclusión, impulsada y firmada por quien es hoy Ministro de Hacienda, se traiciona la palabra empeñada del Ministerio de Educación y de los parlamentarios frente a los sostenedores, destruyendo quizás el último atisbo de confianza en la autoridad y en el marco legal vigente que quedaba en Educación. Cuesta entender esta decisión cuando hasta hace muy poco el Ministerio llamaba públicamente a los establecimientos a renunciar al financiamiento compartido, sabiendo al mismo tiempo que sus promesas (escritas en una ley) no se cumplirían. Pero discutir esto tiene poca consecuencia, lo único que queda es esperar que se revierta, lo que podría no ocurrir.

Esta insólita situación permite confirmar, una vez más, cómo actúa el Estado frente a sus supuestos deberes. Existen amplios grupos del espectro político que insisten en entregarle al Estado más poder y responsabilidad sobre aspectos relevantes de su vida cotidiana (salud, educación escolar y superior, pensiones) creyendo que solo así tendrán control sobre ella. Argumentan que cuando servicios básicos de nuestras vidas se encuentran en manos privadas lo único que queda esperar es arbitrariedad, abuso y desigualdad. Pero el incumplimiento flagrante y desenfadado de un compromiso clave, enfocado especialmente en los más vulnerables, por el mismo gobierno que promovió la ley muestra que al parecer lo contrario es la regla. Prohibido el copago y el lucro, la única fuente de financiamiento posible es el Estado. Y cuando el Estado decide incumplir, simplemente no hay consecuencias, no hay castigos, nadie responde, no hay nada que hacer.

La lección para las instituciones de educación superior es clara. El proyecto de ley que se discute en el Senado transfiere atribuciones centrales y propias de las instituciones al Estado, tales como la fijación de vacantes de primer año, los aranceles que el fisco pagará por cada alumno gratuito y el máximo que se podrá cobrar a los no gratuitos, el sistema de acceso, entre otros. Se han prometido comisiones expertas y una visión de Estado para la administración de estas atribuciones. Pero como ya podemos adivinar en base a los últimos sucesos, nada de ello está escrito sobre piedra. Lo más probable es que, transparentando argumentos o simplemente apelando a la razón de Estado, las vacantes y aranceles dependerán de la holgura fiscal, el precio del cobre, la elección presidencial o las prioridades del Ministerio de Hacienda. Y las instituciones se enterarán de esto a dos meses de cerrar el año académico. Lo anterior confirma algo que se ha repetido desde que la idea de la gratuidad comenzó a rondar la opinión pública: mayor financiamiento fiscal implica siempre menor libertad de las personas e instituciones y mayor control del Estado, que siempre juega para sí mismo. Cada peso va pareado con una regulación adicional.

Lamentablemente algunas instituciones privadas ya han adscrito a la gratuidad, con cierta confianza en que jugar con las reglas del Gobierno  les daría más control sobre su devenir. Pero su destino será, probablemente, similar al de los establecimientos subvencionados: financiamiento de hambre manejado desde la torre de control por el funcionario de turno del Ministerio de Educación. Y sin pito que tocar.