En 2017 se cumple una década desde el lanzamiento del primer iPhone, un quiebre tecnológico que trajo la pantalla táctil al día a día de nuestras vidas y que, en apenas unos cuantos años, transformó profundamente nuestras relaciones sociales y la forma en que nos comunicamos. En paralelo, la consultora McKinsey dio a conocer un estudio que proyecta que en nuestro país, para el año 2050, la mitad de los empleos en Chile serán reemplazados por máquinas.
Se trata de sucesos que reflejan cómo cada día el tren de los cambios tecnológicos pareciera alejarse más de los cambios e intentos de mejora en educación. Éstos son lentos, requieren no sólo de ladrillos y papeles, sino también de acuerdos e implementaciones en el mediano y largo plazo. La tecnología, en cambio, acelera y acelera, sin que nada la detenga. Los drones ya reparten pizzas y la inteligencia artificial aprende a pasos acelerados cómo resolver mejor que nosotros muchas tareas.
En medio de todo esto, volvemos a preguntarnos como país qué tienen que aprender los jóvenes y para qué tienen que aprenderlo. Estas semanas miles de ellos junto a sus comunidades educativas y los ciudadanos que lo deseen estarán participando del proceso de desarrollo de las nuevas bases curriculares para 3° y 4° Medio. Este proceso participativo buscará reunir diferentes miradas de nuestro sistema, para enriquecer lo que, en la práctica, define gran parte de los contenidos y habilidades que se enseñan en el proceso de cierre de la etapa escolar.
Este contraste entre pasado y presente debiera invitarnos a reflexionar respecto a la necesidad de entender la complejidad que viven los sistemas educativos de todo el mundo, donde se enseña para enfrentar mundos futuros desconocidos, donde se desarrollan políticas que toman varios años en implementarse, todo en un escenario donde el mundo cambia profundamente antes de que pasen 10 años.
A la vista de este complejo escenario, muchos sueñan con soluciones tecnológicas al problema educativo, imaginan acelerar los procesos a la velocidad del cambio tecnológico; otros piensan políticas que vuelen tan rápido como lo hace la comunicación online. El tema es que la velocidad de la tecnología no tiene por qué ser la de nuestra educación, sino que, probablemente, el mejor remedio para los cambios acelerados que produce la tecnología en la sociedad, es concentrarnos en aquellas cosas de la educación que no tienen por qué cambiar.
En ese sentido, la cuestión verdaderamente relevante ya no es cómo la tecnología está cambiando la educación, o cómo debería cambiarla, sino cómo la educación nos permitirá sobrellevar los cambios derivados de la tecnología. Y ahí lo clave son esos desafíos que sustentan los pilares de la educación, los que no han cambiado y no cambiarán en el tiempo; aquellos que siguen siendo fundamentales con o sin computador, con o sin inteligencia artificial, con o sin drones. Entre estos está la motivación por aprender, el creer que se puede, el compartir, la empatía, la flexibilidad, el optimismo, el aplicar los conocimientos disciplinares para la vida y un gran número de habilidades sociales y valores globales, que encuentran en el colegio un espacio idóneo para su desarrollo y que pueden repercutir positivamente para la vida.
Los cambios tecnológicos son muy importantes y las grandes políticas públicas también, pero finalmente todo ello tiene que estar al servicio de favorecer una gran experiencia de aprendizaje, una gran relación entre el profesor y el alumno. No nos obnubilemos con el mundo acelerado que vivimos y procuremos regalar en el colegio la experiencia de tiempo, contención y apoyo que nuestros niños requieren para el futuro. El desafío es en extremo complejo, pero quizás, si nos concentramos en poner al sistema educativo al servicio de las escuelas y del aprendizaje de los niños y no a éstos al servicio del sistema, estaremos avanzando en sobrellevar de buena manera el incierto mundo que se nos viene por delante.