DADA LA entrada acelerada de un sinnúmero de candidatos presidenciales al debate público, la mayoría críticos del gobierno, se ha iniciado una discusión respecto de "dar marcha atrás" o "pasar la retroexcavadora" a las reformas de esta administración, en nuestra tónica clásica de campaña del terror. En educación superior, la discusión se ha centrado obviamente en la gratuidad y su continuidad.
Sin embargo, declaraciones de dos rectores de universidades adscritas a la gratuidad, sumadas a la minuta que presenta las indicaciones al proyecto de ley de reforma a la educación superior actualmente en trámite, convierten esta discusión en un debate artificial.
Lo cierto es que hoy existe una glosa presupuestaria, que año a año tiembla por su dudosa constitucionalidad, que establece un mecanismo simple para dar acceso gratuito a estudiantes que provengan del 50% más vulnerable del país. Esta estrategia se sustentó en la promesa que habría un proyecto de ley que ordenaría todo y le daría viabilidad política y financiera. Con mayoría en ambas cámaras esto no podía ser tan difícil. Pero ocurre que el proyecto en trámite es rechazado por el oficialismo y la oposición, además de ser criticado por estudiantes y rectores. Es probable que dentro del mismo Ministerio de Educación tampoco haya acuerdo, para qué mencionar Hacienda. Las minutas que dejan ver las posibles indicaciones al proyecto son dignas de psicoanálisis: mueven, sacan y reparten, pero no cambian nada sustantivo. Sacar elementos de la ley para moverlas a reglamentos solamente fortalece la posición del Mineduc como "pequeño tirano" de la educación: ya lo sabemos por la Ley de Inclusión. Lo más llamativo es que no hay cambios respecto de la gratuidad universal, que es justamente el centro del problema, sin mencionar que se propone ajustar las condiciones de la gratuidad universal a las de la glosa. Se adapta lo definitivo para que se parezca a lo transitorio.
La viabilidad financiera de esta política, que siempre fue puesta en entredicho, es ahora confirmada por los rectores de las universidades gratuitas, amenazando su viabilidad política. Han argumentado que aspectos clave de sus proyectos, como la investigación y la vinculación con el medio, han debido ser sacrificados para cubrir el déficit de la gratuidad. En otras palabras, subirse a la gratuidad implica perder calidad. Como se acabaron los recursos (el hecho que se tenga que recurrir a un crédito del Banco Mundial solo para financiar a las universidades estatales lo confirma) no queda muy claro de dónde se sacará dinero para compensar a las universidades que suscriben a la gratuidad. Y éstas amenazan con salirse si la política se amplía al 60%, apoyadas en sus argumentos por la mejor universidad del país, que de paso está hoy demandando al Estado por incumplir la ley. Esto me parece lo suficientemente aterrador como para que sea necesaria una campaña del terror.
La pregunta que surge con todo esto en consideración es simple: ¿Cuál es la reforma? ¿Qué es lo que se quiere proteger? ¿Cuál es el avance sobre el cual no se puede dar marcha atrás? No parece razonable que el país entero tenga que hacerse cargo a perpetuidad de un intento de política que a todas luces fracasó. Esto no implica quitarle la gratuidad a nadie, ni siquiera implica que no se pueda crear una forma de financiamiento que implique que el 50% más vulnerable no pague su educación superior. Solamente significa que hoy no hay reforma, y que tenemos que volver a pensar qué hacemos para asegurar equidad en el acceso a la educación superior.