"Es una anécdota". La frase fue pronunciada por Jacques Attali, mentor de Emmanuel Macron, a propósito del cierre de una industria en el norte de Francia; y simboliza bien el eje que ha ido cristalizando progresivamente en Francia. Su avance ha sido lento pero inexorable, y su origen remoto puede encontrarse en la estrecha aprobación del tratado de Maastricht en 1992. Se trata de un eje que no se deja aprehender por las categorías tradicionales, porque de algún modo se superpone a ellas.

¿Desde qué perspectiva la desindustrialización y cesantía de un país pueden ser vistas como anecdóticas? Marx habría dicho sin dudarlo: desde el cosmopolitismo burgués. Attali, quien fuera asesor de Mitterrand, cree que la globalización es un proceso sin vuelta atrás que constituye un avance para la humanidad, más allá de los reveses circunstanciales. En esa lógica, las naciones están destinadas a ser reemplazadas por complejas burocracias internacionales que no responden al demos. El individuo de Attali es un ser esencialmente móvil y sin arraigo, progresista que se pasea entre las grandes capitales y que lee con fruición las biografías de Steve Jobs. Si se quiere, es el individuo que encarna el fin de la historia, pues quiere ignorar el carácter conflictivo de la vida común. Matices más, matices menos, esta es la cosmovisión dominante al interior de las elites gobernantes en Francia y en Europa, que han buscado hacer avanzar el proyecto federal contra la opinión explícita de sus gobernados.

Sin embargo, muchas personas no se sienten identificadas con este relato. Es más, se consideran menospreciadas por una mirada que, desde el privilegio, trata con desdén y altanería sus preocupaciones. Hay grandes zonas de Francia que han perdido con la globalización; y no es de extrañar que busquen refugio en discursos más proteccionistas. Son los excluidos de la prosperidad global, que no visten mejor ni ganan más dinero. Muy por el contrario, el proceso ha producido en ellos inseguridad económica y cultural. David Goodhart ha explicado que el mundo se divide hoy entre los hombres de todos los lugares (anywheres) y los hombres de algún lugar (somewheres): hacerse cargo de esa brecha es uno de los grandes retos de la política contemporánea.

El problema estriba en que la clase política francesa se ha negado sistemáticamente a ver esta realidad, regalándole una enorme masa de electores al Frente Nacional, cuyo programa es tan peligroso como simplista. En muchos sentidos, el éxito del discurso nacionalista es efecto directo de la indolencia de las elites gobernantes respecto de esta nueva forma de lucha de clases (que, paradójicamente, la izquierda observa desde fuera). Muchos ven en Macron una luz de esperanza, pero en rigor su trayectoria encarna hasta la caricatura todas y cada una de estas dificultades. Después de todo, es un banquero que llegó a ser favorito de las revistas de papel couché. Si Macron quiere ser algo más que una anécdota a la espera del triunfo de Marine Le Pen en cinco o diez años más, debe asumir el desafío mayúsculo de integrar en su acción y discurso no solo a los emprendedores de este mundo, sino también a aquellos que viven la otra cara de la moneda. Eso que los griegos llamaban política.