Puede ser un coleccionista de personalidades como dijo en 1972. Puede ser un duque delgado de nariz empolvada en sustancias adictivas. Puede ser un extraterrestre que visita la Tierra, el camaleón supremo, el lugar común y una definición aún válida ante quien ha desplegado su obra como una transfiguración constante. En el último tercio de su vida, casi retirado de la actividad pública y alejado de los escenarios tras lidiar con un infarto en 2004 en su última gira, David Bowie ejecuta la danza de recuerdos, nostalgias y perspectivas sobre el pasado, a la que el ser humano suele recurrir en el crepúsculo de su existencia. Pero como es Bowie, no se limita a contemplar y evocar. Invoca un desafío, una experiencia a ratos áspera, en otros momentos de terror, finalmente inquietante. Mientras se acerca a la muerte, este hombre está más vivo que nunca y su fulgor se renueva.

En los setentas proclamó al rock como una vieja desdentada. Aquella pachotada carne de titulares, hoy una realidad en el género, el británico la transforma, la da vuelta. Blackstar ataca y muerde con los dientes del jazz, adaptados al rock de mandíbula suelta que hoy nos rodea. La lección siempre es esta: vale el riesgo. La canción homónima configura una pieza en dos actos de casi diez minutos (más o menos lo mismo que duraba Station to station en 1976), donde se presentan los protagonistas instrumentales que acompañaran todo el viaje del álbum: una batería que fluctúa entre una mecánica de inspiración electrónica con las libertades jazzeras, y la paulatina introducción del saxo hasta asumir un rol estelar irrenunciable en el resto del disco. Refleja varios estados: desazón, sensualidad y enlace a la propia biografía, porque se trata del primer instrumento en la vida musical de Bowie, "un símbolo de libertad", según sus palabras. Luego la canción sufre un quiebre para adoptar las formas de una liturgia fúnebre de ambiente interestelar.

'Tis a pity she was a whore semeja a una alteración narcótica del single Jump they say de 1993, mucho más suelta, con Bowie empoderado en el crooner mientras dos solos de saxo batallan en distintos planos. A continuación Lazarus pone paños fríos en tono confesional. En un medio tiempo asaltado de una guitarra espectral que aparece y desaparece súbitamente, y flanqueado por ornamentos de saxo, Bowie habla de su vida neoyorquina y el coqueteo con la muerte. Sue (or in a season of crime) cambia nuevamente la velocidad y acelera: riffs cortantes, batería nerviosa, ruidos que se entrometen en tanto la voz se desplaza en un tiempo distinto, como si entonara una canción diferente, lenta, reposada, a contrapelo de una instrumentación hirviente in crescendo. Girls love me baja el nivel con cierta monotonía. Dollar days retoma la sensación fúnebre - "me estoy muriendo también", repite una y otra vez, el coro fundido en un remate orquestal, que a su vez engancha de inmediato con la última, I can't give everything away, compuesta con la intención de un crédito final.

Nos retiramos de la función. A pesar de que son solo siete temas, David Bowie ha expuesto casi todo lo que ha hecho, dejando fuera solo el pop. Por lo mismo Blackstar es un disco duro, complejo, que instala al oyente en un escenario al borde donde la vida física se desvanece lentamente. En todo momento la música provoca un estado de ingravidez, como si flotáramos a través de las notas, los arreglos, las texturas introducidas en la cabeza, y sostenidas para siempre en la memoria.