Harold Bloom dice que el talento no necesita ni de una pizca de originalidad y que en cambio sin originalidad el genio es imposible. A juicio del célebre crítico literario norteamericano, el hombre talentoso sería el que acata y sabe manejarse con destreza en la corriente de tradiciones consabidas y aceptadas de su época. El artista genial, en cambio, es el que las rompe o es capaz de empujar la conciencia, por decirlo así, a nuevos dominios de conocimiento o a conexiones inéditas con la belleza y la verdad.

Bloom pone la valla alta, desde luego, y es difícil no confrontar la densidad de sus estudios de la genialidad -que invocan al Dios interior de cada artista, a la cábala judía, al concepto romano de autoridad, a Freud, entre otras catedrales- con la generosidad con que actualmente el concepto se prodiga. La genialidad se banalizó y lo mismo hoy se la reconoce en un helado cremoso, un político ocurrente, una señora dicharachera, un serie de televisión entretenida o un artista en verdad fuera de serie. ¡Geniales todos!

La pregunta de rigor, claro, es si no será mucho. Y es lícito plantearla porque el pensamiento grupal, que al final es el gran refugio de la mediocridad, siempre termina poniendo etiquetas equivocadas. El coro de alabanzas, por ejemplo, con que la crítica recibió la nueva temporada de Twin Peaks a partir de las genialidades de David Lynch tiene una dimensión sospechosa. Qué duda cabe que Lynch, el autor de Terciopelo azul, de Corazón salvaje, de Mullholland Drive, es un cineasta potente, complejo y con mundo propio. Qué duda cabe también que la serie original cambió los estándares del género en la televisión, descargándola de la moral y de las lógicas de los antiguos culebrones y entregándola a formas de relato más libres, más subjetivas y misteriosas que el cine había conquistado por lo bajo 20 años antes. Eso fue a comienzos de los 90 y desde luego bastante agua ha pasado bajo los puentes desde entonces. Pero viendo los últimos capítulos de la nueva temporada, pareciera que Lynch no fue mucho más allá de donde había llegado: buenas atmósferas, situaciones grotescas, cortinas rojas, personajes golpeados y raros, superficies brillantes, estilizadas y asociadas a una belleza extraña. Está bien: Lynch no defrauda a su público, tampoco lo amplía y como decía Philip Lopate cuando hace años comentó Corazón salvaje, el cineasta apuesta al color, al calor y a la sensación. Emociones de segundo piso, por llamarlas de algún modo. La ventaja -escribió él- es que nunca se sabe qué pasará después; y la desventaja, que puede que no nos importe.

¿Genial? No sé; no lo tengo claro. Desde que Lynch comenzó a abrirse con mayor o menor fortuna a un cine reñido con la explicación, aunque muy cargado de intuiciones poderosas y de conexiones ocultas, muy próximo a las revelaciones de la mística, del renacer y del vacío, su obra se fue situando cada vez más en espacios que son de culto e incondicionalidad. Y desde las profundidades de la meditación trascendental ha terminado por convocar más a feligreses que a espectadores. La secta dice que es insuperable. Y puede que lo sea. Pero en su metro cuadrado y desde luego no para todos. Para los efectos del culto, esto es lo mejor porque se trata de un pacto, de un negocio, que es solo para iniciados.