Global Witness, organización estadounidense que visibiliza el conflicto entre medioambiente, corrupción y violencia, reveló que solo en el 2014 al menos 116 defensores del medio ambiente murieron asesinados y Latinoamérica lideró en estas cifras. Asimismo, que un 40 por ciento de estas víctimas pertenecía a alguna etnia indígena. Por su parte, el Atlas de Justicia Ambiental, enumeró en 2.089 los casos de conflicto alrededor del mundo en respuesta a la construcción de proyectos mineros, petroleros o gasíferos.
Los números hablan por sí solos. Estamos en un escenario regional donde a los Estados se les ha hecho cuesta arriba, por falta de voluntad política, presiones o por un sentido de demanda muy reciente en las poblaciones latinoamericanas, el conciliar el crecimiento económico con el cuidado del medio ambiente y el respeto a los derechos humanos de las comunidades que serán afectadas por grandes proyectos de inversión.
Recordemos que el año pasado el Instituto de Derechos Humanos presentó un mapa que, hasta julio de 2015, levantó más de 100 conflictos socioambientales en nuestro territorio nacional. Específicamente de controversias que enfrentan a distintos sectores de la sociedad y en los que hay potencial afectación de los derechos humanos, producto de la explotación de recursos naturales.
Existe un diagnóstico compartido por varios sectores sobre esta situación que, si bien es complejo, se podría resumir en que los procesos de toma de decisiones sobre asuntos medioambientales carecen de mecanismos efectivos de información y de participación ciudadana y de ahí la relevancia que tienen las negociaciones que están llevando a cabo 23 países de América Latina y el Caribe, entre ellos Chile.
Cumpliendo con el "Principio 10" de la Declaración de Río, los países se han sentado a la mesa por casi tres años para establecer disposiciones que mejoren el estándar en cuanto al ejercicio de información, de participación y del acceso a la justicia de la ciudadanía en asuntos medioambientales. En otras palabras, ver alternativas para generar instancias que permitan a las comunidades informarse, manifestar sus preocupaciones, sus dudas y sostener un diálogo sustantivo con los Gobiernos y los inversionistas de los proyectos y, de esta forma, involucrar en la decisión a un actor tradicionalmente postergado.
Este cambio es de largo aliento pero debe partir por la disposición de los países a tener leyes con obligaciones más robustas en la materia, que se traduzcan en mecanismos de participación transparentes que den certeza a los diversos actores que participan.
El esfuerzo que se ha hecho hasta el momento en esta dirección ha sido tibio. Si bien la mayoría de los países promueven e incluso garantizan en sus legislaciones el acceso a la información de carácter público, lo hacen con distintos niveles de obligaciones. Sólo 3 de 10 establecen concretamente períodos de tiempo para la entrega de información; exigen el uso de medios de comunicación acordes a las comunidades y una difusión clara y entendible. En la misma línea, sólo 4 países someten a consulta pública presencial todos los proyectos que ingresan al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental. Chile no es uno de esos cuatro.
Por eso, la participación de nuestro Estado en esta negociación es una buena señal. No sólo demuestra la voluntad para que la ciudadanía tenga mayor injerencia en las decisiones que afectarán su territorio, sino que además Chile le ha dado peso político y viabilidad al proceso.