EL DEBATE político ha estado marcado por algo que, visto inicialmente como un trámite, ha devenido en situación casi de infarto. Las dificultades que los partidos encaran para refichar a 18.000 militantes ha puesto en jaque, no solo la posibilidad de recibir financiamiento del Estado sino algo más grave: la de presentar candidatos para las elecciones presidenciales y parlamentarias. El problema trasciende nuestras fronteras. En España, por ejemplo, comienza a instalarse la pregunta acerca de por qué los partidos inflan sus censos. Según la agencia tributaria, poco menos de 95.000 personas declaran pagar cuota a un partido político y eso que permite desgravar de impuestos.
A medida que se acerca el plazo exigido por el Servel, los partidos vuelven sobre sus dichos, diseñando planes b. En el caso de la Nueva Mayoría, se ha manifestado la intención de buscar otra fórmula, distinta a las primarias, para elegir al candidato presidencial cuando, hasta no hace mucho, éstas se erigían como la única posible y panacea de democracia interna. Pero también están los atajos que, aunque pudieran ser legales, resultan impresentables. Es el caso de la UDI, tolda política que llegó a estar entre las más votadas y donde algunos asoman la posibilidad de fusionarse con otro partido.
Distintos analistas afirman que las dificultades para el refichaje constituyen un síntoma más de la crisis que experimentan los partidos en su vinculación con la ciudadanía. Sin embargo, quienes los conducen responden a incentivos institucionales planteados desde la técnica política y aprobados por ellos mismos en el Congreso, que descansan en visiones nostálgicas de la militancia. El hecho de que algunos partidos como el PS, Evópoli y el PRO hayan cumplido la meta se explica más por las condiciones específicas de cada uno. En el caso de los dos últimos, tiene su mérito ya que no disponen de cargos en el aparato público para satisfacer los intereses materiales de sus seguidores.
Parece evidente la necesidad de estudiar más y mejor las condiciones de posibilidad, así como los resortes psicológicos y sociales del compromiso político. Frente a quienes postulamos que prácticas digitales como el ciberactivismo o la cooperación digital anticipan formas de articulación social novedosas, posturas como la del filósofo, sociólogo y ensayista César Rendueles son más escépticas. En su libro Sociofobia afirma que vivimos una era de ciberfetichismo. La define como la ficción de que las tecnologías de la comunicación y los conocimientos asociados tienen un sentido neutro al margen del contexto social, institucional o político. Por el contrario, no serían más que "las fases terminales de una profunda degeneración en la forma de entender la sociabilidad que afecta decisivamente nuestra comprensión de la política". ¿Qué sucederá en las capas más profundas de un país como Chile que, al tiempo que lidera la revolución tecnológica en América Latina y asiste a una creciente politización ve disminuir el número, tanto de votantes como de militantes?