DEL NACIONALISMO puede decirse lo que Mark Twain afirmó sobre el obituario anticipado que le dedicó un periódico: "Los rumores de mi muerte han sido muy exagerados". Porque esta fuerza indefinible e inasible, pero muy viva, ha sido considerada extinta en muchas ocasiones. Sin embargo, es dura de matar.

El liberalismo y el socialismo la han dado por muerta en innumerables oportunidades, por antimoderna e irracional. El triunfo global de la democracia capitalista en la posguerra fría hizo que, una vez más, muchos pensaran que el nacionalismo había decaído y desaparecido. Pero 2016 demostró de nuevo que posee, por un lado, vitalidad para enfrentarse con éxito a proyectos cosmopolitas como la Unión Europea, y, por otro, arraigo popular para ganar elecciones a elites bien establecidas y poderosas.

El nacionalismo tiende a resurgir en momentos de confusión como los que se viven actualmente, cuando las referencias se hacen nebulosas y la identidad se siente amenazada. Hoy, cuando incontables instituciones han sufrido golpes duros, en diversos lugares del planeta el público vuelve a los orígenes en búsqueda de seguridad. Hace un tiempo, el cientista político Harold Isaacs asimilaba este fenómeno al rito de una tribu africana cuyos miembros se juramentaban a "nunca dejar la casa de Muumbi", el mítico hogar ancestral que les proporcionaba refugio en situaciones difíciles. Tal como los kikuyu en Kenia, hoy mucha gente retorna a las raíces en instantes en que el capitalismo global y la democracia no entregan respuestas plenamente satisfactorias y dejan vacíos que son llenados por el nacionalismo.

Aunque la retórica facilista tiende a encasillar a este movimiento en el "populismo", palabra plástica que hoy sirve para todo, la realidad es más compleja. Porque reducir el triunfo del Brexit en Gran Bretaña o de Donald Trump en Estados Unidos -por citar solo los dos ejemplos más importantes de este año- solo a una retórica populista equivale a autoengañarse. El problema verdadero es que una porción importante de la población de esos y otros países no encuentra respuestas a sus problemas y necesidades en las estructuras tradicionales y ha decidido darle su confianza a políticos y movimientos que sí han sido capaces de interpretar sus temores y aspiraciones concretas.

Nuestro país no está ajeno a estas tendencias. El debate sobre la inmigración es una evidencia de que, en alguna medida, el nacionalismo ha vuelto a ser parte de nuestra discusión pública. No hay nada intrínsecamente malo en ello, pese a las profecías del desastre que algunos levantan cada vez que no entienden o no quieren entender un desafío. Bien encauzado, el nacionalismo puede constituir una fuerza noble y popular que ayude a proveer soluciones que nuestras elites hoy son incapaces de producir. Para ello, sin embargo, se requiere que sus adversarios estén dispuestos a conversar y dejen de arrogarse esa actitud de superioridad moral que los lleva a demonizar y restringir el debate a clichés que impiden avanzar en búsqueda del bienestar general.