Cada año y medio, al cuerpo embalsamado de Lenin se le hace un retoque en el Instituto de Plantas Medicinales y Aromáticas de Moscú, laboratorio donde  también son llevados para su mantención otros cadáveres exquisitos como los del norcoreano Kim Il Sung y el venezolano Hugo Chávez.

A pesar de la alergia que le da al presidente Vladimir Putin todo lo que tenga que ver con revoluciones, -sólo ha permitido actos con un perfil bajo para conmemorar el centenario del alzamiento leninista de 1917-,  no ha escuchado las voces que le insisten en que saque la momia de Lenin de la Plaza Roja.

Lenin no le gusta, pero no quiere perderlo de vista.

Para la conmemoración de este 7 de noviembre, Putin ha preferido resaltar la victoria en la Segunda Guerra Mundial y, desde ese hito, reivindicar personajes de la antigua historia rusa, como San Vladimir el Grande, príncipe de Kiev que, en el siglo X, instauró el cristianismo en Rusia; o Iván el Terrible, príncipe moscovita que, en el siglo XVI, aumentó las tierras del Imperio a más del doble, a golpe de cimitarra.

A ambos les ha levantado recientemente monumentos en medio del Kremlin. Su afección religiosa por San Vladimir, no ha sido un acto inédito, también  vio con simpatía que la Iglesia Rusa elevara a la categoría de santos al zar Nicolás II y toda su familia, ejecutados durante la Revolución. Hay que recordar que Putin es un hombre de misa diaria y su confesor,  uno de los hombres más poderosos del país.

El Presidente mira 1917 con cuidado porque muchos rusos están echando de menos la Unión Soviética. El  Pew Research Center afirma que un 55%  de la población ve hoy la desintegración de la Unión Soviética como "algo malo".  

Una de las causas - otros estudios afirman- es que los rusos se sienten engañados con las reformas económicas de estos últimos veinte años que sumieron en la precariedad a millones de personas y enriquecieron a unos pocos que se hicieron con las empresas del Estado; mediante un sistema afinado de clientelismo político.  Sin embargo, curiosamente, estas opiniones afectan a todo el gobierno, menos al presidente.

Putin sabe que Rusia, como producto de la Revolución leninista, tuvo logros sociales importantes que no ha vuelto a tener.  Y que la gente común los recuerda más que las horrorosas purgas y el cercenamiento de las libertades civiles.

Mal que mal, Putin también ha estado gobernando con varios vicios soviéticos.  Lo ha hecho de una manera más sofisticada y pulcra pero en los hechos ha pulverizado  las libertades políticas y de información. Y a pocos parece importarle.

Buena parte de los rusos aplaude su sibilina política internacional. La anexión de Crimea, su participación en la guerra de Siria y su apoyo financiero y tecnológico a campañas tan sensibles como las de la independencia de Cataluña, la del Brexit, y la elección de Trump, le han sumado puntos a su gloria.

Dicen los sicólogos sociales que la mayoría siente que Putin es su gran protector y por esto no lo relacionan con la corrupción ni la desaparición de los beneficios sociales. Piensan, más bien, que, en algún momento, los librará de todas sus desgracias.

El derrumbe de la Unión Soviética hizo que desapareciera el gran contrapeso que tenía Estados Unidos en el mundo, lo que tuvo gran influencia en las guerras de Irak, Siria y Libia y de carambola en el triunfo sin contención de un capitalismo desregulado. A partir de estas premisas, Putin está tratando a toda costa de recuperar el peso que tenía la Unión  Soviética, aunque desligado de cualquier utopía revolucionaria. Ante todo, para él, está la Madre Rusia y, por supuesto, él mismo, al que nadie le ve sucesor, ni nadie lo espera.

Los embalsamadores del Instituto de Plantas Medicinales y Aromáticas están a punto de jubilarse. Es probable que tengan que volver al trabajo.   Porque aunque los  partidarios de enterrar el cadáver exquisito de Lenin triunfen, nadie puede asegurar que Putin no querrá  ser visitado en su mausoleo.