Esta columna fue escrita junto a Andrés Hernando (@_ahg_), Investigador Horizontal.

Sabemos que el sector educacional chileno exhibe importantes niveles de segregación socioeconómica. De hecho, según los datos de la prueba PISA 2009, el sistema escolar Chileno es el segundo más segregado de toda la muestra.

Pero, ¿es la segregación un problema? En principio, podría pensarse que no lo es, ya que lo que importa al fin y al cabo es que todos los niños, independientemente de con quién estudien, reciban una buena calidad de educación. Así, si el Estado garantizase tantos (o incluso más) recursos para los colegios que educan niños vulnerables que para los que educan niños menos vulnerables, desde un punto de vista de equidad ya no habría problema. En ese sentido, el deber del Estado se cumple al garantizar una estándar mínimo de educación para todos.

Pensamos, sin embargo, que la segregación socioeconómica sí constituye un problema de justicia per se, por al menos tres razones, que pasamos a explicar sucintamente.

La primera es que la segregación socioeconómica en las escuelas afecta directamente la razonable igualdad de oportunidades que todo sistema educativo debe entregar – al menos, si se quiere que el paso de las personas a posiciones de diverso ingreso, prestigio y poder se determine en forma meritocrática en vez de limitarse a reproducir la jerarquía socioeconómica heredada de la generación anterior. La segregación atenta contra la igualdad de oportunidades por diversas vías: por la calidad de los profesores (que por lo general preferirán evitar escuelas que concentran a niños especialmente difíciles de enseñar); por la calidad de los compañeros (pues los niños de mayor nivel socioeconómico traen capital humano adquirido en su casa); y por el mayor capital social (redes) y cultural (hábitos, formas de pronunciar, etc.) que se adquiere en las comunidades de los colegios menos vulnerables.

Además, la evidencia sugiere que en un sistema segregado se producen ciclos de desesperanza aprendida entre alumnos y profesores de las escuelas de alumnos menos privilegiados, que se observan unos a otros sin vislumbrar oportunidades ni ejemplos de éxito y desarrollo efectivo. Este efecto es mitigado en ambientes desegregados, donde algunos alumnos que tienen aspiraciones de éxito y progreso alientan a sus compañeros, profesores y directivos a intentar también alcanzar su máximo desarrollo.

La segunda razón es que la segregación socioeconómica dificulta la construcción de vínculos de confianza y la formación de un sentimiento de ciudadanía compartida entre miembros de distintos grupos sociales. La escuela es un espacio crucial de formación para la vida en común, es decir, para la ciudadanía. No obstante, la ausencia de interacción entre individuos de distintos orígenes socioeconómicos y culturales que se produce en escuelas segregadas dificulta este objetivo. Ante la ausencia de vínculos socialmente heterogéneos, se vuelve improbable que se conozcan, compartan y contrasten experiencias y perspectivas diversas; se desarrollen la tolerancia, la habilidad democrática del diálogo y la confianza en 'otros' muy distintos a uno; y, en último término, que el sistema educativo contribuya a la cohesión social y a la producción de un ethos ciudadano compartido a través de clases sociales.

Finalmente, la segregación escolar impide intercambios de información e interpretación entre individuos de realidades distintas, intercambios que, de producirse, potenciarían los resultados de todos los participantes. Las salas de clases heterogéneas pueden, en este sentido, representar un mejor entorno de  aprendizaje que las segregadas. A su vez, esto tiene consecuencias sobre dos tipos de habilidades de los niños. Primero, la diversidad escolar permite el desarrollo individual de la autonomía, es decir, de la capacidad de cada individuo de escoger por sí mismo entre distintas concepciones de lo que constituye la vida buena. Al mismo tiempo, facilita el desarrollo de la capacidad de desenvolverse exitosamente en sociedades que sabemos seguirán siendo crecientemente heterogéneas.

Así, por al menos estas razones, consideramos que la segregación socioeconómica de nuestro sistema educativo sí constituye un problema potencialmente serio. Por cierto, no basta con decir que la segregación puede afectar la igualdad de oportunidades, el aprendizaje, la autonomía o la cohesión entre grupos. Incluso si la segregación tiene algunos o todos estos efectos, es posible que no sea recomendable actuar sobre ella si, al hacerlo, se vulnera algún otro valor social fundamental.

Por ejemplo, una ausencia total de segregación quizás pueda conseguirse sólo al costo de anular enteramente la libertad de los padres para invertir en la educación de sus hijos o de optar por algunos tipos de proyectos educativos. En ciertas situaciones, el mismo objetivo de mejorar los rendimientos de los más desaventajados puede hacer aconsejable priorizar esto por sobre una disminución de la segregación. Por ello, el análisis de política pública debe contrastar cuidadosa y rigurosamente sus múltiples efectos sobre los diversos objetivos fundamentales del sistema educativo. No obstante, creemos que, por las razones aquí expuestas, la no-segregación debiera sin duda ser uno de ellos.