Príncipes de barrio fue postergada el año pasado por Canal 13 quizás por qué razones. Posiblemente, la estación esperaba que reemplazara a Los 80 como su apuesta central en ficción. No era tan raro. La idea original era de Luis Barrales, Daniel Muñoz era parte del elenco y tenía al fútbol como tema central. Por supuesto, era imposible obviar que iba a estar a cargo de Sebastián Araya, que había dirigido Azul y blanco una cinta sobre fútbol más que impresentable.

Ahora, con cuatro capítulos emitidos, es posible captar la personalidad de la serie, que aborda la mitología del fútbol como una picaresca antes que como una épica. Quizás ése es su mejor logro: Príncipes de barrio es más divertida que profunda, más tierna que sufrida. La historia de Christopher Millán (Max Salgado), que asciende desde las canchas de su población hasta la selección nacional puede ser vista como una comedia coral inesperada, quizás involuntaria. Eso se debe a que si se omite el primer episodio -donde el héroe pasaba de mirar el techo de su habitación a debutar en Unión Española- lo que aparece después es una galería de personajes más o menos delirantes que parodian los lugares comunes del fútbol.

De hecho, más allá de la historia del protagonista lo que importa son los secundarios donde aparecen unas versiones apenas camufladas de Jorge Valdivia y Gary Medel (interpretados por Raúl González y Claudio Castellón), pero también un entrenador torturado (Néstor Cantillana) y un par de jugadores rumbo al ocaso (Juan Pablo Larenas y Rodrigo Soto). Este extraño grupo quizás es lo más interesante de la serie porque justamente la verosimilitud del relato se juega ahí, las posibilidades de que la caricatura deje de ser tal y adquiera cierto espesor.

Así, vemos como en Príncipes de barrio los ascensos y caídas del héroe (la pregunta del personaje de Millán es cómo seguir siendo quién es cuando todo lo que conoce se está desfigurando) se estrellan contra la banalidad del mundo en el que habita. Ahí, el personaje de Daniel Muñoz se vuelve relevante. En cierto modo, la serie es suya. Todo gira en torno a él, un manager de futbolistas trucho, pero también entrañable, que trata de sobrevivir mientras sus representados lo abandonan. Antes que la de Millán, la historia de Muñoz es el corazón de la serie, lo que deviene en un problema narrativo porque es mucho más interesante que el relato principal porque encarna cierta turbiedad que puede ser una forma agónica de la violencia.

Todo lo anterior vuelve a la serie de C13 algo confuso, una sensación que se amplifica gracias a unos capítulos demasiado largos y al hecho de que muchas veces el relato central carece de foco dentro la multitud de historias paralelas que intervienen, que aspiran en suma a representar una pirámide social, la del fútbol, al modo de una novela decimonónica. Pero lo que sobrevive es cierta levedad, cierta ligereza pues en Príncipes de barrio el drama ha sido reemplazado por el simulacro del mismo, lo que deviene en una comedia a veces feroz, a veces patética. Quizás el mundo del fútbol es así, hecho de vanidades de cartón piedra, de héroes que hablan con puros lugares comunes. Quizás no. Quizás la emoción que provoca el fútbol es imposible de ficcionar y lo que queda son sus restos, sus sombras. Quizás lo que queda de Príncipes de barrio no es la emoción de un partido sino los entresijos miserables del poder que encarnan sus estrellas fugaces.