El martes 11 de abril la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados, después de varios meses de audiencias, rechazó la idea de legislar la reforma a la educación superior, incluso después de revisar la indicación sustitutiva. Claramente esta última no consiguió subsanar las múltiples y profundas críticas que se le habían hecho al proyecto, ni concitar un apoyo político suficiente como para ser aprobada en la Comisión, ni servir de "garantía" para continuar con la tramitación.
Los medios han hecho una interpretación algo parcial de este hecho. Suponer que la insatisfacción de ciertos grupos estudiantiles (o más pedestre aún, su manifestación pública el mismo día) es la razón de fondo del rechazo de la reforma es muy simplista. Es probable que haya habido presiones en esa dirección, pero sin dudas eran menores a las que provinieron, con toda certeza, desde una coalición de gobierno que ve cuestionado un proyecto más que emblemático. Dos posibles explicaciones, no necesariamente excluyentes, resultan mejores que ésta.
La primera es que el rechazo en la Comisión es una muestra del fracaso de la estrategia política de largo plazo que tomó el gobierno. Al promover un diseño de gratuidad a través de una glosa presupuestaria, mecanismo transitorio que a todas luces se volverá permanente, el Ejecutivo le dio espacio a los dos diputados que alcanzaron fama durante las movilizaciones de 2011 para votar en contra del proyecto en su totalidad. Ellos suponen que la promesa de la gratuidad ya puede darse por cumplida y, por lo tanto, rechazar este proyecto no les significa ningún costo. En otras palabras, si ayer hubiese estado en juego la gratuidad, la iniciativa se habría aprobado: las razones supuestamente técnicas y las demandas (como la eliminación inmediata del CAE) que estos dos diputados arguyeron para rechazar son solo escusas para oponerse a un gobierno impopular, así como para promover sus propias candidaturas en las bases electorales que los apoyaron. Pero es claro que ha sido el gobierno el que ha posicionado la gratuidad como el único tema relevante de la educación superior, y le toca pagar las consecuencias.
La segunda explicación, más simple quizás, es que el proyecto es técnicamente deficiente. Con su diseño actual, incluyendo las indicaciones, achatará el sistema de educación superior, entregándole al Estado el control sobre materias que no le competen (como la admisión) en lugar de entregárselas a las instituciones y a los estudiantes. Perpetuará instituciones abiertamente discriminatorias e injustificables, como el Consejo de Rectores y el Aporte Fiscal Directo, y echa mano a la fijación de precios para el financiamiento de la gratuidad, limitando, además, las fuentes privadas de ingreso a las instituciones de educación superior. Ignora abiertamente a las instituciones privadas creadas después de 1981, y entrega una posición de privilegio a otras solo por su capacidad de presión política. Todo esto es lo que en el fondo justifica el rechazo del proyecto ayer. Prueba de ello es que incluso los diputados que por razones políticas concurrieron con su voto, criticaron fuertemente el proyecto.
La reforma que se ha propuesto va en perjuicio del sistema educacional, de los estudiantes y de las instituciones. Por la razón que sea, es bueno que se haya rechazado.