Recientemente fue aprobada por la Cámara de Diputados la última parte de la reforma educacional de este gobierno: la nueva Ley de Educación Superior. Esta iniciativa, además de realizar profundos –y no por ello necesariamente positivos- cambios institucionales y regulatorios, intenta consagrar la más importante de las promesas de campaña de la presidenta Bachelet, la gratuidad universal en la educación superior, fijando para ello la hoja de ruta que dejará a los futuros gobiernos comprometidos a avanzar en esta política sin tener la posibilidad de focalizar sus esfuerzos en otras materias prioritarias para el país.
Sin poner en duda la necesidad de modernizar nuestra institucionalidad de educación superior, es importante que como sociedad nos preguntemos si estamos dispuestos a amarrar gran parte de los futuros recursos de Chile a la gratuidad de los más ricos o hasta qué punto es conveniente que el Estado intervenga en un ámbito tan esencial para el desarrollo del país y de las personas. ¿Será razonable que el MINEDUC y sus organismos dependientes tengan atribuciones que les permita controlar el crecimiento de la matrícula de las instituciones; fijar los precios de los aranceles, derechos de matrículas y cobros por titulación de las más de 12.000 carreras y programas; determinar cuál es el único modelo de institución permitido; administrar la posibilidad de abrir nuevas carreras y sedes; o definir y administrar el "sistema único de admisión" a la educación superior? Sin duda, el poder del Estado sobre las universidades será total, lo cual refleja algo común de los burócratas: legislar basados en la desconfianza hacia la sociedad civil, las instituciones de educación superior, los estudiantes y sus familias.
Pero tal vez es el nuevo sistema de financiamiento el que con mayor posibilidad pondrá en una situación más complicada a la educación superior chilena. Ya ha demostrado desfinanciar a las universidades que de buena fe optaron por adscribirse a la gratuidad y es esperable que en el futuro ese problema se intensifique. Durante los años en que la gratuidad avanza, se discrimina tajantemente entre estudiantes igual de vulnerables, sin considerar siquiera la calidad de la institución a la que asisten y; una vez alcanzada la gratuidad universal, se pretende que los escasos recursos del Estado se vayan -en parte importante- a financiar los estudios de los más ricos, aun cuando existen una serie de necesidades sociales por satisfacer como la salud, vivienda, primera infancia, pensiones y SENAME, entre otras.
Luego de más de un año de ardua discusión, no es casualidad que esta reforma no haya logrado convencer a los principales actores del sistema, siendo transversalmente criticada por rectores, académicos, estudiantes, centros de estudios, expertos, representantes de la sociedad civil y movimientos, entre otros. Sin embargo, la obsesión del gobierno por sacar adelante esta medida no le ha permitido entender razones. Para destrabar su intensa discusión, el Ejecutivo tuvo que ceder a diversos grupos de interés, realizando acciones que no solucionan los principales vicios de esta reforma. Así, se envió un proyecto para fortalecer a las universidades estatales, dándoles un trato preferencial por sobre las demás casas de estudio; se prometió derogar el Crédito con Aval del Estado (CAE), sin tener claridad sobre el destino de los miles de estudiantes que accedieron a la educación gracias a este instrumento; y se envió un proyecto para terminar con el Aporte Fiscal Indirecto (AFI), sin esgrimirse ningún argumento que no fuera de índole ideológico.
De prosperar el proyecto en el Senado el riesgo es claro: impedir la diversidad de proyectos educativos en la educación superior, como si formar a los profesionales del futuro equivaliera a fabricar un commodity o a seguir una receta redactada por el Ministerio de Educación y alejándonos no sólo de los mejores sistemas educativos del mundo, sino también de lo que el país y la modernidad requieren.