Hay ciertos libros y autores que están ligados a la adolescencia. Uno los lee preso de una fiebre particular, una exacerbación de los sentidos, y se define a partir de ellos. Luego van pasando los años y se los deja atrás como un pecado de juventud. A los 15 escribí versos inspirados en los de Benedetti, tuve algunas noches de insomnio por culpa de El túnel y me sentí un elegido, con el estigma de Caín en la frente, después de leer Demian. Dicen que a esos libros y autores uno debería dejarlos tranquilos, mantener de ellos el mejor de los recuerdos. ¿Para qué decepcionarse de lo que uno fue al leerlos en su momento?

Hace poco no pude resistir a la tentación y volví a Hermann Hesse. Temblé al comenzar El lobo estepario; tenía miedo de lo que encontraría allí. O mejor, de lo que no encontraría allí. Tenía diecisiete años cuando visité a un amigo en Córdoba y él me pasó su ejemplar como si me acabara de incorporar a una cofradía especial. Con esa novela entendí cuál era mi malestar con esa vida burguesa de la que formaba parte. Después fue el turno de Siddharta y El lobo estepario, libros fundamentales para mí, parte clave de la educación sentimental masculina. Demian habla acerca de cómo, al dejarnos tentar a veces por la senda del mal, dejamos de ser niños y nos convertimos en adultos lejos de la protección de mis padres. Con El lobo estepario, ya en la vida adulta, la lección es que hay que definir la individualidad enfrentándonos a la sociedad convencional, ésa que quiere hacer de nosotros seres respetuosos de los valores de la clase media. En ese deseo de ruptura con la infancia y con las convenciones de la sociedad, yo era, en fin, un adolescente convencional.

Demian no ha envejecido bien. La prosa de Hesse es grandilocuente ("Todavía ayer un cínico precoz, era ahora sacerdote de un templo, con el deseo de convertirme en un santo"), y sorprende la disonancia entre esa retórica inflada del narrador y las ínfimas transgresiones que comete. Para él, el "mal" es mentir o dedicarse a la vida disipada en tabernas de mala muerte. Gracias a Max Demian encuentra su realización en ese apartarse de la senda correcta que marcan sus padres y profesores en el colegio: "La misión verdadera de cada uno era llegar a sí mismo… Lo que importaba era encontrar su propio destino… y vivirlo por completo. Todo lo demás eran medianías, un intento de evasión, de buscar refugio en el ideal de la masa".

Con El lobo estepario me fue mejor. Me sentí muy lejos del adolescente sensiblero, herido por el mundo y enamorado de palabras altisonantes, que había convertido a esa novela en un manual de supervivencia, pero también recordé por qué había resonado en mí el llamado de Hesse a "estar loco, a arrojar lejos de mí la razón, el obstáculo, el sentido burgués, a entregarme al mundo hondamente agitado y sin leyes el espíritu y de la fantasía". Yo hubiera querido ser Harry Haller, el "lobo estepario", y romper con mis estudios de ingeniería (al final lo hice, y supongo que Hesse ayudó en algo).

En cuanto al "teatro mágico" de las páginas finales de la novela, esta vez lo entendí mejor y supe por qué Hesse se había convertido en los años 60 en un ícono de la contracultura. En ese teatro, después de tomar un "pequeño excitante", uno deja atrás la realidad, se entrega a la fantasía y hace "visible su propio mundo". El viaje psicodélico de los personajes, sin embargo, no es "puro paraíso, todos los infiernos se ocultaban bajo su linda superficie". El adolescente que fui se quedó con el "puro paraíso" del teatro mágico y se saltó el "infierno" del que advertía Hesse; pensó que, como compensación al camino solitario elegido, era suficiente entregarse a la fantasía y sus delirios "inocentes". En eso, ese adolescente hizo lo mismo que la contracultura hizo con el autor de El lobo estepario.