En las últimas semanas se ha generado un interesante debate con respecto a la publicación del Manifiesto por la República y el buen gobierno y distintas columnas de opinión y análisis han surgido a raíz de este debate. Debido a que es una invitación a pensar, quise participar en la relevante discusión sobre la obligatoriedad del voto.
El manifiesto define el concepto de república como "la cosa común, que nos vincula a todos con la realidad colectiva". Adicionalmente, el documento agrega que esta república "implica exigencias respecto de los ciudadanos, comenzando por la necesidad de participar en los asuntos que nos incumben a todos". Y pese a que no propone de manera explícita la restauración del voto obligatorio en Chile, el documento plantea que "para quien vive en democracia, la participación política constituye un deber" y aclara que "entre los deberes que es necesario proclamar especialmente están aquellos que se refieren al ejercicio de la participación política, al cumplimiento de las diversas cargas públicas (…)"
Estas afirmaciones son compartidas por varios políticos, intelectuales y académicos, donde la mayoría de ellos tienden a ser partidarios de la restauración del voto obligatorio, y consideran que esta institución ayuda a la construcción de un "proyecto común". Pero las preguntas que están asociada a este argumento son ¿Se vincula realmente el voto obligatorio con la construcción de una identidad común? ¿Es prudente el cambio al sistema obligatorio a menos de 5 años de la implementación del voto voluntario?
Lo cierto es que dichas preguntas vienen rondando desde la misma aprobación del voto voluntario. En la práctica, las voces detractoras han provenido principalmente de los políticos incumbentes y de altos funcionarios de gobierno. Estas voces tienden generalmente a estar asociadas a movimientos socialcristianos, comunitaristas y nacionalistas.
La lógica del argumento esgrimido es variable: cambia entre la idea según la cual el voto voluntario es la causa de la alta abstención en las últimas elecciones, y aquella que dice que, la demanda de derechos sociales, debe ir de la mano con el cumplimiento de ciertos deberes. De alguna manera, se dice que la participación política intensa -no sólo a través del voto obligatorio, sino también en comunidades de base-, implicaría la construcción de la sociedad "entre todos" y no sólo a partir, en los términos de Hayek, de un "orden espontáneo".
Sobre lo primero, hay que decir que la alta abstención resulta efectivamente baja si, por ejemplo, nos comparamos con los países nórdicos, modelos predilectos para muchos personajes públicos en el Chile de hoy. Y si bien es relevante ponerse una meta de votación alta, lo cierto es que países como Suecia y Dinamarca poseen una tradición cívica mucho más arraigada y desarrollada que la chilena. Por eso es que parece mucho más realista hacer la comparación con países como Colombia y Costa Rica, donde obtuvieron un 37% y un 35% de participación respectivamente en recientes jornadas electorales. Colombia, en el referéndum por el proceso de paz; y Costa Rica, en las últimas elecciones locales.
Ahora bien, para no caer únicamente en el juego de los números, es importante considerar que no se le puede asignar toda la responsabilidad al sistema electoral de la abstención, ya que pensar que la ciudadanía no vota, porque no está obligada, es una abstracción que simplifica la realidad. En ese sentido, la abstención también está asociada a otras variables relevantes como la oferta programática de los candidatos y las facilidades prácticas para ejercer el sufragio.
Sin embargo, entre quienes venimos defendiendo el voto voluntario desde comienzos de la actual década, hay un factor normativo que resulta, por cierto, mucho más fuerte que consideraciones meramente prácticas.
Un primer punto a tomar en cuenta es que la visión del voto voluntario —o del voto como un derecho y no como una obligación coactiva—, considera que empodera a las personas para tomar sus propias decisiones. Y que sea el individuo el que decida libremente si quiere votar o no, incluso enviando un mensaje político cuando decide no hacerlo, produce como consecuencia que los candidatos se acerquen en mucha mayor medida a la ciudadanía con la intención de motivarla. Y aunque, para esta tarea, los candidatos puedan caer en prácticas demagógicas, no cabe duda que la decisión de votar o no —de levantarse un día domingo— se efectúa cuando se genera un vínculo con el candidato y su propuesta, y no necesariamente de votar por el que menos le molesta entre las opciones disponibles.
El debate entre quienes defienden el voto voluntario y quienes, legítima y razonablemente, proponen volver a la obligatoriedad del sufragio es válido y sano en una democracia. Sin embargo, para saber el grado de vinculación de la ciudadanía con la "cosa común", resulta mucho más adecuado que la participación electoral sea voluntaria. Y que, en todo caso, existan suficientes incentivos para que las personas voten el día de la elección. No sólo en cuanto a la oferta política y al mejor acercamiento de las propuestas de los candidatos, sino de las facilidades que el Estado debería dar para que todos puedan acercarse a las urnas. Facilidades, por ejemplo, asociadas al voto anticipado para las personas con problemas de movilidad o adultos mayores, o para aquellos votantes que residen en el extranjero pero viven lejos de los consulados.
En conclusión, desde la perspectiva de la obligatoriedad del voto, la construcción de una república, en cuanto el espacio común, no pasa necesariamente por el establecimiento de cargas públicas, sino también por el respeto de la libertad personal y, en todo caso, por el deber del Estado de garantizar el ejercicio de los derechos políticos antes que convertirlos en obligaciones. La crisis de representatividad que hoy afecta al país no se supera, precisamente, a través de la imposición, sino de la persuasión y la generación de confianza.