Rihanna tiene vocación de lienzo en blanco en cada nuevo álbum, tal como ese gigantesco telón pálido que trajo para su deslucido debut en Chile a fines de septiembre. Ante una nueva producción y a la manera de un surfista que aguarda la siguiente ola, la estrella de Barbados espera las decisiones del escuadrón de profesionales tras sus entregas, porque Rihanna y su gente arman discos como si fueran filmes de Hollywood, con la misión de remecer la taquilla. En el reparto de compositores y ejecutivos abundan siempre figuras de primerísima línea fabricando hits, y hasta último minuto rondan nombres rutilantes en torno al proyecto. Ahora Kanye West fue anunciado como productor ejecutivo, finalmente quedó fuera. Quizás faltó su punto de vista, la promoción ha sido un fiasco. A una semana del lanzamiento los titulares se regocijan destacando que no ha vendido siquiera 500 unidades, mientras el acuerdo de distribución con Samsung por 25 millones de dólares -la compañía compró un millón de copias-, no cuenta para efectos de rankings y mediciones.

Con cada elemento analizado a la manera de un directorio corporativo, Rihanna se sube a lo que los expertos dictan. En esta etapa, y luego de un periodo intenso donde editó anualmente desde 2005 hasta 2012 (práctica desterrada de la industria discográfica a partir de los 80), la cantante aborda un guión que enuncia madurez y cierto riesgo. Con 27 años, la música de Anti sugiere que la chispa juvenil que abrazaba entusiasta mediante EDM (Electronic Dance Music), queda relegada para tantear caminos más abstractos donde la melodía no es prioridad, sino una cadencia más lenta montada desde distintos planos de percusión y sutiles elementos sintetizados.

Si fuera una fiesta, es material para después del desbande, de ambiente after hour, muy similar a lo que hizo Justin Bieber en su interesante regreso a la música con Purpose (2015), donde desplazó la idea de concentrar la fortaleza de la canción en el coro, sino en reforzar el estribillo. Dato: comparten el mismo director vocal, el infalible Kuk Harrell, el rey en su género, con un currículo que incluye, entre otras, a Cher, JLo, Britney Spears, Katy Perry, Mariah Carey y Janet Jackson.

Rihanna utiliza la misma táctica: es el tiempo, el ritmo, cuanto importa. Cortes como Desperado, con un inquietante bajo y su fraseo callejero; Work junto a Drake, una clase de pulsos superpuestos; Consideration, la primera del álbum, pura cadencia, basada en mínimos elementos instrumentales, mientras la voz se expresa natural, plena de su origen caribeño con ecos africanos. Pero canciones como Woo terminan forzando la línea experimental, y en el mismo espiral caen Needed me y Yeah, I said it. Luego, un cover de Tame Impala, rebautizado Same ol' mistakes, que prácticamente no difiere, y la pone en aprietos en las secciones más agudas. Alcanza la nota, no el volumen.

Lo que sigue en Anti es una enésima prueba de cómo esta clase de álbumes de súper estrellas del pop, confeccionados junto a una división industrial de asistentes, pierden cohesión al estar obligados a producir gran cantidad de singles. Se desdibuja entre piezas acústicas (Never ending), soul vintage (Love on the brain) donde luce algo forzada en los primeros estribillos, fórmula repetida en Higher, cantada casi a gritos. Close to you es una balada al piano del montón y Goodnight Gotham representa un experimento electrónico fallido. Pose vuelve al poderoso concepto de la primera parte de ambición rítmica renovada, y Sex with me cierra desabridamente en esa misma línea, cuando Anti presentaba una idea central. 

Si Rihanna tuviera menos miembros en el directorio de sus discos podría tomar decisiones y no concesiones. Tampoco dista mucho de cuanto le ha sucedido antes. Solo que esta ola parecía magnífica, luego el exceso de piruetas la arrojó a un remolino de géneros, y no sale bien parada.