El término «salir del clóset» viene de la sensación de encierro que vive quien está dentro y no se atreve a «salir» de él. No se sale para no comunicar una situación vergonzosa a la sociedad. En ese closet se puede estar por dos razones: por ignorancia y/o por lucha de la voluntad. Así, salir sería difícil principalmente por esta última razón: a pesar de unas fuerzas centrípetas que empujan a escapar, el ser humano envía a la voluntad a luchar contra ellas para frenar el ímpetu de arranque. Nuestra tradición cultural lleva años forjando un condicionamiento social que invita a la voluntad a luchar: no se «debe» salir afuera, la sociedad te va a linchar.
La otra razón ―la ignorancia― hace que esas fuerzas que expulsan hacia afuera ni siquiera existan. No se sabe, entonces, que se está dentro de un clóset y, además, esa ignorancia es cegada o «culpable», porque este fuerte condicionamiento social de rechazo hace evadir o ignorar el cuestionar(se). Y fue esta la ignorancia que se vio en un seminario celebrado hace unas semanas en el GAM. En él, el tema a tratar era la fuerza y el rol que tendrían actualmente los movimientos sociales en la discusión y generación de políticas públicas. El panel de discusión estaba compuesto por una académica, dos diputados y el presidente de Iguales, Luis Larraín. Este último no habló de lo difícil que había sido para él salir del clóset ni del condicionamiento social externo que había sufrido. Sin embargo, uno de los diputados, en una de sus intervenciones, empezó a divagar en contra los «tecnócratas», en contra de aquellos que diseñaban políticas públicas en base a estudios. En contraposición a estos «expertos», alabó la sabiduría oculta de los movimientos sociales y, para aclarar su punto, habló de una nueva «aplicación tecnológica». Fue enfático en decir que ésta era «una aplicación muy humilde» y que funcionaba bajo unos fundamentos extremadamente poco arrogantes.
Ante esta introducción, uno, como espectador, esperaba el inicio de un discurso cargado del clásico buenísimo relativo a la «innovación social» o «sustentabilidad» o, por qué no, alguna explicación de la iniciativa de algún «sacerdote sencillo e innovador». Pero no: sorpresivamente habló de Waze, la aplicación para autos. Y así, empezó a describir cómo ésta funcionaba utilizando la información de cada persona que se mueve por la ciudad para luego entregarla a quien quiera ir por aquí o por allá. De esta manera, valoró la importancia y el valor de esa información dispersa en la sociedad que ningún tecnócrata sería capaz de ordenar y codificar, por su complejidad y velocidad. Para él, continuó el diputado, el reconocer el valor y la consecuente utilización de esa información implicaba un gran ejercicio de humildad ―muy necesario― y muchos beneficios para la comunidad. El diputado era Giorgio Jackson e ignoraba ―desde la profundidad del clóset―, que estaba haciendo una apología del «sistema de precios» y de una de las principales ideas por la cuales Friedrich V. Hayek ganó el Premio Nobel de Economía y demostró la imposibilidad del Socialismo. Estaba alabando las más profundas y esenciales ideas que fundamentan la superioridad del libre mercado: ser humilde y reconocer el valor del orden espontáneo y la información que éste genera al resto de la sociedad, algo imposible de obtener desde un diseño central.
Y así como Jackson alabó esta humildad, Hayek acusó la falta de ésta en uno de sus últimos y más famosos libros: La Fatal Arrogancia. Se podría deducir que Giorgio Jackson está dentro del clóset por ignorancia, pero al parecer también por voluntad: hoy en día no es muy taquillero defender ideas de la libertad, por lo que ante tanta corrección política que se ve emanada de sus discursos, es esperable el temor del diputado por asumirse liberal y salir del clóset. Sin embargo, al menos podría partir superando esa arrogancia y eliminando la ignorancia, de manera que se cuestione, al menos, sus creencias y empiece a olvidar su obsesión por subirse a un pedestal para empezar a planificar.