A pocos meses de la llegada del papa Francisco al país, y en medio de la controversia por la organización y financiamiento del evento, tuve la oportunidad de pasear por Santiago a unos amigos extranjeros que visitaban Chile por primera vez. Al llegar al centro y aproximarnos al Palacio de La Moneda, su primera impresión fue que algo extraño estaba por suceder, ya que la totalidad del perímetro de la Plaza "de la Ciudadanía" y la Plaza de la Constitución estaban cercadas por las mal llamadas "vallas papales". Un amontonamiento de rejas mal pintadas, amarradas entre sí por marañas de alambres oxidados, que más allá de impedir el libre acceso a las explanadas y pastizales que rodean el palacio, ensucian y empañan todos los esfuerzos de diseño urbano y recuperación de fachadas realizados durante los últimos años en el Barrio Cívico.

Mis amigos preguntaron si se trataba de alguna medida especial, una alerta de seguridad o amenaza terrorista. Lamentablemente mi respuesta fue que desde hace una década estas estructuras temporales -al igual que las vergonzosas zonas pagas del Transantiago-, han pasado a ser elementos permanentes de nuestro precario paisaje urbano.

Todavía recuerdo cuando el Presidente Lagos permitió la apertura y cruce del Palacio de La Moneda en forma permanente al público en general. Lamentablemente, el furor de aquella experiencia republicana se desvaneció con el surgimiento de una oleada de manifestaciones y acciones de protesta -que por legítimas que sean sus demandas-, aprovecharon la visibilidad que ofrecía el centro neurálgico de poder político en el país. Es así como las explanadas de césped fueron escenario privilegiado para los flash mobs de pingüinos y universitarios, los espejos de agua del Centro Cultural La Moneda se convirtieron en la piscina perfecta para chapuzones de deudores habitacionales y finalmente, la gota que rebalsó el vaso, fue la infame quema de la puerta de Morandé 80. Ante tal nivel de violencia y recurrencia de manifestaciones, las autoridades actuaron con pragmatismo e instalaron en forma permanente las vallas papales, que hoy dan cuenta de nuestra incapacidad de manifestar en forma civilizada nuestras demandas cívicas.

Si el espíritu de estos tiempos indica que esta agresividad no va a cambiar, bien vale la pena reconocer el problema y reemplazar las rejas por elementos permanentes acorde con la dignidad del Barrio Cívico. Ejemplo de ello son las grandes jardineras que el Servicio Secreto estadounidense instaló en los alrededores de la Casa Blanca luego de los ataques de las torres gemelas y el Pentágono. Si bien se trata de grandes moles de hormigón a prueba de ataques, la incorporación de vegetación y flores, así como un buen diseño urbano, mitigan a tal nivel su presencia que pasan casi desapercibidas, enmarcando de manera solemne la residencia presidencial.

Ya es hora que nuestro gobierno se haga responsable e implemente un proyecto similar de cierre perimetral flexible, acorde con la relevancia de su entorno. Incluso propongo que se le encargue a Cristián Undurraga, quien se ha convertido en el arquitecto oficial del Barrio Cívico, luego de ganar los concursos sucesivos de diseño de la Plaza de la Constitucion, Plaza de la Ciudadanía y Remodelación del Eje Bulnes, promovidos por gobernantes tan diversos como Pinochet, Lagos y Piñera. Así se podrán reciclar las vallas para controlar a las masas en la próxima visita papal o en eventos puntuales, y recuperar en forma permanente la dignidad de uno de los espacios públicos más simbólicos e importantes de nuestra historia republicana.