A primera vista, es extraño que los republicanos, con un Donald Trump que bate récords de impopularidad, hayan ganado la cuarta elección parcial en lo que va de su mandato. Las elecciones parciales -que se dan cuando queda vacante un escaño en el Congreso- eran vistas por los demócratas como la oportunidad de poner en marcha ese movimiento, a un tiempo político y psicológico, que se suele dar cuando un presidente es ampliamente desaprobado por los electores y provoca que la oposición capture la Cámara de Representantes o el Senado.
En circunstancias normales, los republicanos debían ganar las cuatro elecciones. Pero como Trump tiene números tan bajos, todo indicaba que las elecciones parciales darían un anticipo de la muy vaticinada "debacle" republicana en las elecciones legislativas de 2018, cuando el Partido Demócrata intentará arrebatarle el Congreso al partido oficialista. La confianza de los demócratas en la posibilidad de que el candidato Jon Ossof derrotara a la republicana Karen Handel en Georgia hace pocos días era tal, que la maquinaria nacional lo ayudó a recaudar casi 25 millones de dólares, sin contar el dinero empleado por la propia organización y los grupos de presión. Sin embargo, allí donde Trump había ganado por un margen de apenas 1, 5 por ciento las presidenciales, la republicana se llevó la victoria con casi cuatro puntos de diferencia.
El Partido Demócrata ha creído desde el comienzo que el eclipse del primer mandatario implicaría, automáticamente, la resurrección del adversario. Pero la marca demócrata está tan desprestigiada que ni siquiera alguien tan controvertido como Trump la puede ayudar a renacer.
Por otro lado, hay una distancia evidente entre la aprobación que suscita Trump y su capacidad para retener electores. Un estudio del Wall Street Journal revela que hace un par de décadas los republicanos estaban unos 30 puntos por detrás de sus rivales en cuanto a la sintonía con la clase media, hoy están a unos 10 puntos y, lo que es más significativo, ya se sitúan por delante en las zonas clave del Medio Oeste. En este vuelco ha jugado su papel la percepción de que líderes como los Clinton y el propio Obama estaban muy vinculados al mundo liberal (en el sentido estadounidense) y pudiente de las costas. Pero también está siendo decisivo el estilo y el discurso (si no, todavía, las políticas concretas) de Trump.
Se hace, pues, mucho menos sencillo de lo que creía la oposición arrebatar a los republicanos la Cámara de Representantes en 2018, pues necesitaría obtener 24 escaños netos. Estas realidades electorales son las que dan cierta racionalidad a muchas de lo que hace y dice Trump. Su lucha a brazo partido con la gran prensa, con Hollywood y con ciertos personajes tradicionales del Partido Demócrata, sus rifirrafes internacionales con países que sacan "ventajas" comerciales, su lenguaje corporal de jefe de pelotón y otros aspectos de su conducta están dirigidos hacia esos votantes que le dieron el triunfo donde importa.
El aura de ganador contra todo y contra todos -ahora fortalecido por la victoria parcial del veto migratorio contra seis países musulmanes en la Corte Suprema- "conecta" al Presidente con esa clase media venida a menos que ha puesto la puntería en las élites políticas.
Todo ello mientras sigue sin aparecer algún líder que le pueda hacer frente. Las apariciones esporádicas de los Clinton o el propio Obama alimentan la sensación de orfandad de los demócratas. Lo cual explica que hayan surgido recriminaciones entre sus congresistas y expresiones de impaciencia ante la perspectiva de que 2018 sea menos feliz del que creían.