Resulta provechoso, especialmente en días como los que corren, echarle una leída al breve ensayo que escribió el ateo Agustín Squella acerca de la igualdad. Además de ser una pieza instructiva que amplía al máximo el sentido de tan manoseada palabra, el texto plantea disyuntivas muy útiles para tener en cuenta, sobre todo al momento de juzgar los actos de nuestros políticos. Siendo filósofo y abogado, al autor no le hubiera costado mucho escribir un libro repleto de conceptos técnicos que únicamente les hubiesen resultado digeribles a los especialistas en el tema. Afortunadamente, Squella explica el punto con simpleza, buena prosa y claridad mental, recurriendo, cuando es necesario, no sólo a filósofos o pensadores del derecho, sino que también a novelistas y poetas.
¿De qué hablamos cuando hablamos de igualdad?, se pregunta bastante al principio el autor. La respuesta, hilada contundentemente, viene a ser el grueso del libro. Dedicada "a los jóvenes que repusieron la palabra 'igualdad' en el discurso público", la divagación de Squella también posee el mérito de orientar al lector en relación al uso y al peso que pueden tener ciertas palabras fundamentales. Y entre las conclusiones más llamativas que es posible aprehender, se cuenta la siguiente:
"Si no fuéramos iguales no podríamos ser diversos. Si se suprimieran las igualdades, cada comunidad y el mundo serían menos aptos para la diversidad. Es desde una común y reconocida igualdad que los individuos pueden diferenciarse mejor entre sí. Necesitamos entonces de la igualdad no para ser idénticos, sino para ser diversos. Por tanto, la igualdad tampoco es enemiga de la diversidad, sino aliada y promotora de ésta".
Manteniéndose lejano a cualquier fundamentalismo ideológico o moral -lo suyo sin lugar a dudas es el sentido común que, si fuese necesario otro apelativo, también podría catalogarse de "republicano"-, Squella se pasea por las distintas manifestaciones de la igualdad y luego plantea entre quiénes deben éstas existir. Entremedio surge una distinción básica:
"Los regímenes comunistas inmolaron la libertad en nombre de la igualdad, mientras que las sociedades capitalistas de nuestro tiempo sacrifican la igualdad en nombre de la libertad".
Es aquí, según el autor, en donde se encuentra la explicación a un discurso pernicioso, aquel que señala que no hay otra alternativa que vivir en libertad y aceptar las desigualdades en las condiciones de vida de las personas, o terminar con las desigualdades al costo de perder la libertad.
Otro punto de interés muy bien aclarado es el que aborda un hecho trascendente: las sociedades capitalistas consiguen logros a la hora de disminuir la pobreza, pero no las desigualdades. En cuanto a las "condiciones materiales de existencia" de las personas (la frase entre comillas es de Marx), el ángulo de Squella parece ser el más atinado:
"Que nadie coma torta para que todos puedan comer pan es el ideal del igualitarismo; que todos coman a lo menos pan es el ideal igualitario. Ser igualitario no es lo mismo que ser igualitarista. El primero es respetuoso de la libertad y empuja hacia arriba, mientras que el segundo regimenta y nivela hacia abajo".
La sustitución de "igualdad" por "equidad" en el discurso público de los últimos años le resulta aberrante a Squella. Y aquí su consigna es clara: basta de ocupar términos laxos y teñidos de oportunismo a la hora de exigirle algo concreto a nuestros gobernantes. La importancia de las palabras es un asunto crucial, sobre todo si tenemos en cuenta el eslogan progresista de la década pasada ("crecimiento con equidad"). "Un reclamo por igualdad, por una mayor igualdad en las condiciones de vida de las personas, es más consistente y desafiante que una demanda por equidad".