AL ANUNCIAR su retiro de la política al fin de su mandato, Michelle Bachelet nos comunicó, por si quedaban dudas, que su gobierno ya terminó. Aunque todavía le quedan catorce meses en el poder, todo indica que se agotaron tanto las energías como el capital político y, para bien o para mal, esta administración ya dio todo lo que podía dar. Es más, para defenderse de la baja popularidad, la Mandataria suele aducir que la profundidad de los cambios es tal que sus resultados no podrán verse sino en el largo plazo. La historia, piensa, la rehabilitará.
El argumento puede ser visto como un consuelo mediocre para gobernantes sin respaldo, pero también esconde una ambigüedad digna de ser notada, y cuyos efectos no son inofensivos. En rigor, el proyecto histórico de la Nueva Mayoría solo cobra sentido si logra cierta continuidad en el tiempo, que permita preservar esos cambios. De lo contrario, la actual administración habrá sido un misterioso (y fracasado) paréntesis.
Naturalmente, si nuestra democracia fuera seria, este debería ser el principal tema de la campaña presidencial: ¿Cómo se ubica cada candidato, más allá de las generalidades de rigor, frente al legado de este gobierno? ¿Por ejemplo, quieren mantener, extender o revocar la gratuidad? ¿Qué hacer con la selección escolar? ¿Cómo seguir (o no) con el proceso constituyente? La continuidad puede tener muchos rostros, y no es solo cuestión de coaliciones políticas. Y aquí surge una gran paradoja, porque el gobierno bien podría transformar su bancarrota política en un inédito triunfo ideológico, pues pocos se atreven a cuestionar los fundamentos de las reformas.
Más aún, nadie ha sido capaz de articular un discurso que tome distancia efectiva de ellas. El gobierno conserva una solidez bien sorprendente, más allá de sus múltiples dificultades, y hacia allá apunta Michelle Bachelet cuando alude al juicio de la historia.
Si bien esta paradoja tiene varias explicaciones posibles, me parece que un factor relevante es la creciente moralización del debate inducida por el discurso oficialista. Para decirlo en términos simples, este gobierno ha sido un desastre haciendo política, pero le ha ido muy bien predicando una nueva moral. Pretende encarnar el bien, y busca erradicar el mal (que hoy identificamos con la desigualdad); y los opositores quedan inmediatamente manchados.
Esto explica que nuestras discusiones sean cada día más estériles y maniqueas, pues nos hemos acostumbrado a reconducir las diferencias intelectuales a males morales. El gobierno logró imponer ese eje, y ninguno de sus adversarios ha sido capaz de sacudirse de él.
El único modo de salir de la trampa (y esto también vale para Lagos) es negarle a esa izquierda la superioridad moral autoerigida. Urge repolitizar nuestro espacio público, esto es, comprender la naturaleza esencialmente política de nuestras legítimas diferencias, desde un realismo que no caiga en la complacencia. Si ningún candidato logra ocupar ese espacio, tendremos -ironías de la historia- un futuro dominado por aquella Presidenta que solo parece esperar que su mandato acabe cuanto antes.