En esta isla, el que no tiene yate o lancha o cuando menos moto de agua es considerado casi un indigente. Yo soy entonces un indigente, un perdedor. No me gusta navegar, me gusta estar en tierra firme.
9 sep 2023 08:18 PM
Colaborador de Culto
Libros de Jaime Bayly:
En esta isla, el que no tiene yate o lancha o cuando menos moto de agua es considerado casi un indigente. Yo soy entonces un indigente, un perdedor. No me gusta navegar, me gusta estar en tierra firme.
El tiempo no transcurre a la misma velocidad en todos los aviones. En los aviones cuyos asientos no se reclinan, el tiempo pasa más lentamente. En los aviones sin pantallas para ver películas, el tiempo avanza con viciosa morosidad.
Montando en moto cerca del mar, un muchacho tuvo la osadía de ofrecerle marihuana, y la tía Inés decidió, por qué no, fumarse un porrito. Esa tarde, sentada sobre su moto, detenida en una curva del malecón, mirando el mar oscuro allá abajo, las olas encrespadas del océano Pacífico, algo cambió radicalmente en su vida.
No son pocos los ricos que fijan residencia fiscal en las Bahamas. Deben pasar en el archipiélago un mínimo de ciento ochenta y tres días, poco más de medio año. La razón es tan simple como poderosa: si tienen domicilio fiscal en Bahamas, no pagan un centavo en impuesto a la renta global, es decir a la renta percibida en ese país y en todo el mundo.
Bahamas es por tanto una suerte de vacaciones en el paraíso: siete días en un buen hotel, tendido en la sombra, mirando el mar, mimado por los camareros, leyendo. En esa descripción del sosiego ideal, la frase clave es “en la sombra”: Barclays odia exponerse al sol, si pudiera se bañaría en el mar con un paraguas, generalmente lo hace con un sombrero.
En el estudio, haciendo el programa en directo, improvisando, Barclays piensa: qué pereza hablar de nuevo de política, cada día me cansa más y me aburre más hablar de política. Porque la belleza, la felicidad, la armonía, la vida ideal, todo eso está lejos, lejísimos de la política.
La crisis se originó hace pocos días, en la ciudad del polvo y la niebla: mi esposa salió de casa a mediodía, anunciando que almorzaría con su hermano, y regresó a medianoche, masivamente alcoholizada, tanto que su rostro era una mueca y sus palabras un galimatías
Después de pasar los controles de rigor, nos saluda el chofer, muy atento, quien nos conduce a la camioneta blindada, con lunas polarizadas, al tiempo que otros choferes me reconocen, me saludan a los gritos, me persiguen, majaderos, ofreciendo sus servicios, y me piden propinas. Tengo ante ellos, al parecer, fama de ricachón o dispendioso. Como no les doy propinas, pasan a decir cosas mezquinas a mis espaldas. Por lo visto, me aprecian solo cuando saco la billetera.
A mis padres no los veía, a mis hermanas tampoco. Me dejaba empolvar y colorear el rostro para salir en todas las televisiones dispuestas a exhibir mi locuaz impudicia. Viajaba todos los meses a una isla caribeña donde hacía televisión y ganaba fortunas. Viajaba además todos los días porque fumar hierbas y aspirar polvos eran formas de viajar, de elevarme sobre las miserias de mi vida, de evadir la áspera, contrariada realidad. Nunca viajé tanto como en aquellos años de polvos y hierbas, de dólares en efectivo y hoteles de paso.
La acusación de que soy insolvente no solo es falsa, malintencionada, insidiosa: es también un disparate. Porque nunca le he pedido plata prestada a nadie. Nunca, a nadie. Cuando no podía comprar, alquilaba y ahorraba y después compraba. Nunca le he debido un centavo a ningún banco. Al contrario, he sido prestamista, acreedor, y me han estafado varias veces por creer cándidamente, como todo un bobo, en quienes me pedían dinero.
Los nuevos dueños han pagado sesenta millones de dólares por el canal y como es natural se abocarán a refundarlo o reinventarlo, con una programación que sea afín a sus intereses y su visión, a sus valores y sus expectativas. ¿Serán tan religiosos como se dice en los pasillos del canal? ¿Harán un canal religioso?
Dado que soy un hombre predecible de rutinas fijas, aquel sábado, como todos los sábados que no estoy viajando, me encontraba con mi esposa y nuestra hija de doce años en la mesa de siempre, adentro, en una esquina, yo de espaldas a la gente, evitando toda forma de comercio verbal con personas fuera de mi mesa.
Nunca había reclamado devolución de impuestos en ese aeropuerto ni en ninguno, pero la misión me pareció divertida, así que me puse a la tarea. Caminé un largo trecho hasta la ventanilla de la felicidad que devolvía los impuestos a los viajeros, entregué mis papeles y me informaron de que debía caminar hasta otra ventanilla donde sellarían mis papeles.
Cuando el avión aterrizó en Madrid, Shakira saltó de su asiento y corrió al baño para cambiarse de atuendo y maquillarse. Tardó en salir. Abrieron la puerta de la aeronave y mi familia y yo nos despedimos del hermano de Shakira, de los hijos de Shakira. No pude despedirme de ella, darle un último abrazo, porque seguía en el baño, arreglándose, coqueta, adorable.
En la librería me esperaban dos policías uniformadas, muy bonitas ambas, y dos guardaespaldas afroamericanos vestidos de negro. Les di la mano, les pregunté sus nombres, les agradecí por cuidarme, al tiempo que me preguntaba si no sería una exageración que cuatro custodios armados se mantuvieran a unos pocos pasos de mí, en previsión de algún atentado. ¿Podía alguien irrumpir en la librería y atacarme a tiros o cuchillazos?