Creyó que pronto zafaría del encierro hospitalario al que su cuerpo estaba sometido desde el 1 de noviembre de 2001, cuando ingresó de urgencia al Hospital San José. Alguna vez Andrés Pérez recordó que de niño, rodeado de cerros nevados en Punta Arenas, no conoció el colegio sino hasta los 10 u 11 años, cuando ya había aprendido a leer y escribir por sí mismo. Décadas después, convertido en uno de los pilares de la escena teatral chilena contemporánea, diría que la comida enlatada y las verduras congeladas habían agudizado sus problemas hepáticos. Que se la pasó nueve años en cama, junto a la estufa y rodeado de libros, sumido en los "mundos sexuales" de Eduardo Barrios y Manuel Rojas.
"No sabían si iba a vivir tanto tiempo", le dijo en una entrevista a la socióloga y académica UC María de la Luz Hurtado en 1996, el mismo año en que el director teatral y fundador del Gran Circo Teatro estrenó simultáneamente El desquite, inspirada en la obra de Roberto Parra, y La consagración de la pobreza, de Alfonso Alcalde. Ya se conocían, pero la entonces directora de la revista Apuntes había decidido seguirle los pasos por lo que consideraba "una hazaña" para la creación artística: "Nadie monta dos obras de esa envergadura en un año", opina.
Charlaron sobre su infancia en el extremo sur de Chile, de las cientos de historias que les había contado su padre marino a él y a sus hermanos, y hasta de los cinco años que estuvo en el Seminario de La Serena, cuando quiso convertirse en cura. También de sus rebeldías ("Me salí del Seminario porque la institución, la jerarquía y su burocracia, no me agradó, chocaba con mi personalidad, pero fue fantástico, muy bueno") y ese incansable afán por hacer y rehacer todo el tiempo, como un niño que busca eternamente su camino. "Ser contador, no; ser ingeniero, no; ser cura, no; y cada vez de nuevo, de nuevo", decía el actor.
Hurtado transcribió pulcramente la entrevista, pero no se convenció de publicarla. "Había logrado mucho más de lo que me había propuesto, que era conocer las inquietudes de un creador brillante. En esa conversación, Andrés no solo reveló el origen de su interés por el teatro y la fascinación por sus maestros, como Ariane Mnouckine -a quien conoció durante su paso por el Théâtre du Soleil entre 1983 y 1988, y a quien se refirió como 'muy amable, pero muy concreta'-, sino que además había repasado su propia vida como una obra dramática apasionante", cuenta la académica.
Se reencontrarían en varias ocasiones. Una de las últimas fue en 2001, cuando el actor que alguna vez encarnó a Lautaro y Gandhi apareció colgando de la entrada de los galpones teatrales de Matucana 100, donde meses después presentaría su último montaje, La huida. Pérez ya no estaba bien de salud. Hurtado lo confirmó el día en que lo vio frente a la Catedral de Santiago, a un costado de la Plaza de Armas, corriendo de un lado a otro en plena función de El Principito. Más delgado y cansado, el actor le tomó la mano y sonrió. Fue la última vez que muchos lo vieron: el diagnóstico del San José, nada alentador, consignó que padecía una neumonía desatada por el VIH que le había sido notificado silenciosamente un año antes. Pérez ya se había referido a su bisexualidad, "no era tabú -dice Hurtado-, incluso abogó por los derechos de los portadores del virus", pero nunca se refirió a sí mismo como uno más.
"No creo que haya sabido que La huida iba a ser su última obra, sentía ganas de volver a trabajar. Ni siquiera creo que en esos meses hospitalizado -previo a su muerte, el 3 de enero de 2002, a los 50 años-, se le haya pasado por la cabeza que iba a morir", opina Hurtado. "Había tenido tantos problemas de salud cuando niño, que creyó que podría salir adelante y retomar lo suyo, pero no fue así", agrega.
En La huida, su obra más personal, escrita, dirigida y protagonizada por él, retrató la persecusión a homosexuales bajo el régimen de Carlos Ibáñez del Campo a fines de los años 20. "Había una nueva línea creativa, una más oscura y visceral, para los que conocimos sus otras obras", dice Hurtado. "Volví a contactarlo ese año, pero ya no estaba con la fuerza ni ánimo de antes. No quiso dar una entrevista en vivo, así que propuso hacerlo por mail", recuerda. Lo que recibió de vuelta, es lo que bautizó como su "Manifiesto poético", una declaración de principios artística: "Sale de mis poros, del habitante de esta geografía que me tocó habitar. Quiero y concibo un teatro que contenga información antropológica del alma humana, de sus emociones, de sus miedos y alegrías, que sea una fiesta del espíritu, un teatro del cual un espectador salga conmocionado y flotando por el trabajo riesgoso y riguroso que acaba de presenciar (…) Un teatro popular, en donde ni el alma ni el cuerpo sean olvidados", anotó el director de La Negra Ester.
Cuando se cumplía una década de su muerte, Hurtado decidió sacar a la luz ambas conversaciones y trenzarlas en Andrés Pérez tiene la palabra, el volumen que recientemente llegó a librerías, editado por Ocho Libros. "Además de incluir íntegramente ambas conversaciones y darle resonancia a sus palabras, me propuse que fuesen acompañadas de un invaluable registro fotográfico, tanto de sus montajes como de lo que no se vio en el escenario", afirma.
Junto a sus amigos y actores, Aldo Parodi, Willy Semler y Boris Quercia, Pérez luce sonriente durante las giras del Teatro Urbano Contemporáneo en los 80; también acompañado de Rosa Ramírez y María Izquierdo en los ensayos de La Negra Ester, y de su familia además, que aquí abre su álbum personal. Así, lo de Hurtado se convierte en una suerte de biografía atípica: "No está escrito como tal, pero hay anécdotas desconocidas de su vida y trabajo, como que sus actores probaran cada papel hasta dar con el suyo y que cada uno recibiera una copia del texto reescrita a mano por él mismo". Pero, además de éxitos y gratos recuerdos, asoman también los amargos.
Dos años después del estreno de La Negra Ester (1988), Andrés Pérez dio una de sus batallas artísticas menos recordadas. Sus obras, hasta entonces presentadas en calles, captaban la atención del público curioso y primerizo, pero quiso dar el salto: su primer montaje en sala junto al Gran Circo Teatro. Epoca 70: Allende, protagonizada por Rodolfo Pulgar, era un retorno a la veta política y la investigación del Chile al que pocos querían revisar. La montó en el viejo Teatro Esmeralda, cuna de la entretención capitalina de inicios del siglo XX, inaugurado en 1922 por Arturo Alessandri. El portazo fue doble: por un lado, la crítica pulverizó la obra ("Incluso para algunos diarios la obra ni siquiera fue estrenada", dijo Pérez a La Tercera en junio de 1993); por el otro, y tras limpiarlo, refaccionarlo y reabrir sus puertas por tres años, la mala racha de público provocó que su anhelo de hacer resurgir el espacio fuese frustrado. "Pensé que íbamos a recibir ayuda, el gran proyecto era que fuera un centro cultural, apoyado, subvencionado por el gobierno de la Concertación, con talleres, con una recuperación de un sector", dijo en una entrevista inédita contenida en el libro.
Incluso, recordó, "había una foto de la inauguración donde aparece un fantasma en la galería y todo el mundo dice que se parece mucho a mí, que estaba yo ahí mirando desde entonces. Porque no es una persona la que está en la foto: hay una presencia de nosotros, los artistas", agregó. "Aún así quiso mantenerse en Chile", dice Hurtado, "no se veía a sí mismo viviendo en otro lugar del mundo". Previo a su viaje a Francia en 1983, el actor afirmó: "Me voy en busca de las formas audaces que aquí no encuentro". Decidido a hacer y rehacerlo todo, incluida su visión del teatro y de sí mismo, retornaría al país cinco años más tarde: "Hay un encantamiento en ser director y en ser actor, en estar en el teatro, porque está la gran oportunidad de ver las cosas por primera vez como cuando uno era niño, de recuperar la infancia".