Si en enero David Bowie fue capaz de sintetizar su camino a la muerte en un disco aparecido apenas tres días antes de su adiós, otro de los autores consulares del siglo XX, paradigma de fascinación y misterio, el canadiense Leonard Cohen, olfateó también su partida con antelación: "Estoy listo para morir. Espero que no sea muy doloroso. Es todo para mi".
Con esas palabras, lanzadas en octubre pasado a The New Yorker, Cohen alertó con mirada premonitoria un escenario que hoy es realidad pura: el cantautor falleció este jueves a los 82 años, según un comunicado publicado en su Facebook. "Con profundo pesar informamos que el legendario poeta, compositor y artista Leonard Cohen ha fallecido. Hemos perdido a uno de los más respetados y prolíficos visionarios de la música", dice el documento. De igual manera, el texto señala que se celebrará un homenaje en Los Angeles en una fecha aún por determinar, añadiendo que la familia pide privacidad durante el período de duelo.
¿Más huellas de un hombre que se disponía al viaje definitivo? En su más reciente álbum, You want it darker, salido recién el pasado 21 de octubre, el artista reafirma su pálpito en el tema que da nombre a la obra: "Hineni, Hineni (aquí estoy, en hebreo) / Estoy listo, Señor", relata su letra.
De alguna manera, esa mirada aguda que en el último tiempo escarbó en su propio destino fue la rúbrica que patentó desde su irrupción a fines de los 60. Parte de una generación de artistas norteamericanos empecinados en empujar la cantautoría hacia los niveles más altos de composición, como una forma de arte que pudiese bucear en los tópicos humanos más universales e intrigantes (desde Dios hasta los amantes), el hombre nacido en Montreal empezó a ejercitar su futuro oficio en 1954, cuando publicó sus primeros poemas en la revista CIV/n durante sus días universitarios.
Tras los aplausos iniciales, se alentó para editar no sólo poesía durante los 60, sino que también novelas de ficción que retrataban a jóvenes que buscaban su identidad en la escritura o parejas sumergidas en intensas aventuras carnales.
Pero, pese a su amor por la pluma, Cohen, como tantos de su generación, no pude resistirse al influjo del rock en su década dorada. Empujado por referentes como Bob Dylan –curiosamente el fallecido músico promocionó su último álbum justo cuando el estadounidense ganó el Nobel-, se empezó a hacer un espacio en el circuito folk, materializando su debut en el impecable Songs of Leonard Cohen (1967), aquel que tenía la bella Suzanne, uno de sus mayores himnos (y aquella grabada un año antes por la cantante Judy Collins)
Luego vinieron Songs from a Room (1969) y Songs of Love and Hate (1970), abriendo una carrera prolífica que se mantuvo activa hasta el siglo XXI, como referente de una obra vasta en su influencia, silenciosa a oídos de la masa e infranqueable en su moral artística, siempre bajo el dogma de moldear su estilo bajo sus propios principios.
Todo además bajo una impronta musical bien macerada: su voz susurrante, sus cuerdas de nylon y sus coros diáfanos, un molde que desembocó en melodías profundamente evocadoras, influencia directa de generaciones completas de artistas que han puesto las letras al servicio de texturas cálidas y austeras, desde REM y Jeff Buckley hasta la última parte de la trayectoria de Jorge González. De esa manera, el norteamericano marca una diferencia con sus coetáneos no sólo por cierta oscuridad que siempre merodeó su figura; también por la consistencia de su discografía, sin abismos profundos y que incluso supo mantener la estatura en los años 80, quizás la era más difícil para los trovadores de intención más profunda (su álbum I'm your man, de 1988, es el ejemplo más claro).
Es su herencia más rotunda, además de composiciones como Hallelujah, con justicia una de las piezas más conmovedoras del siglo pasado. Cohen se ha marchado, pero, en esas mismas entrevistas donde se mostraba seguro de partir, también agregaba: "En todo caso, tengo la esperanza de vivir para siempre".