Cuando en los 90 se rebautizó como un símbolo impronunciable e hizo entrar en pánico a la crítica que no hallaba cómo mencionarlo, o cuando en 2014 editó dos álbumes que jamás exhibieron en su carátula los títulos de las canciones, Prince siempre apeló en las entrevistas a su ego -inversamente proporcional a su metro 58 de estatura- para tranquilizar al mundo: "No hay para qué preocuparse: la gente comprará cualquier cosa que yo edite".

Nacido el 7 de julio de 1958 en  Minneapolis, Prince Rogers Nelson se forjó como un artista dispuesto a sintetizar estilos, marchar a contracorriente incluso sacrificando su propio éxito y, en consecuencia,  habitar un universo con principios propios. Hay algo que lo distancia con Michael Jackson: mientras el Rey del Pop narraba recuerdos de un padre tirano que rentabilizó su talento infantil como única opción de supervivencia, su coetáneo no posee historias del gueto negro, nació en una ciudad de mayoría blanca y la música fue una afición espontánea cuando a los siete años descubrió el piano familiar. Pero hay algo que también lo hermana con Jacko: Prince siempre se proyectó como una estrella transversal que evitaba el acotado nicho afroamericano, lo que siempre consideró un escollo para el estrellato. "Solo hay que mirar la historia. U2 ama a su sello. En cambio, Sam Cooke murió por su culpa", dijo en una de sus últimas entrevistas.

Las condiciones externas lo favorecieron. El músico irrumpió en los 70 -su debut es For you (1978)-, cuando la música negra conquistaba territorios hasta entonces inéditos bajo el liderazgo de Stevie Wonder, Marvin Gaye y Sly Stone, triunvirato que alejó al género de la candidez azucarada de los grupos vocales del decenio anterior, añadiéndole instrumentos rockeros, sintetizadores, pólvora política y una estética desafiante. Pero Prince sabía que Wonder y Gaye carecían de los recursos que él podía rebosar en grande: la provocación, la carnalidad servida para los medios y un pop sacudido de prejuicios. Como pocos, comprendió que había arribado la era de MTV y la FM, donde no sólo debía rivalizar con sus pares, sino que también con las bandas inglesas obsesionadas con la videogenia, como Duran Duran. Junto a Jackson, némesis y aliado en partes iguales, empujaron al pop afroamericano hacia su modernidad definitiva, la raíz de estrellas como Kanye West o Kendrick Lamar .

De hecho, cuando abrió la gira de The Rolling Stones en 1981, enfrentó al rock convencional al aparecer vestido con medias y tacones altos. Además, fue una de las primeras figuras que, explotando la testosterona de su atractivo, incluyó a una mujer como baterista de sus mejores días, la extraordinaria Sheila E.. The Revolution, uno de sus conjuntos, estaba constituido por miembros de distintas razas y sexos. Pero las jugarretas nunca eclipsaron su música. En estudio, tal como Jimi Hendrix, era un grabador compulsivo, un multiinstrumentista brillante y un curador que en sus álbumes fue del funk y el disco, al rock y la psicodelia. Hasta podía variar la voz en un solo tema. En sus contratos exigía libertad total, lo que llevó al límite cuando comenzó a desafiar a la industria hasta terminar como un paria gruñón e incorregible, el hombre que culmina sus días eternizado en sus convicciones.