Libertad absoluta versus extensión y plazos de entrega acotados. Ese desafío le imponen a Álvaro Bisama los textos que viene publicando durante los últimos quince años en diversos medios nacionales y extranjeros. Son crónicas, reportajes, críticas, ensayos y otros formatos inclasificables en los que impregna sus intereses más genuinos: ciertos libros, ciertos autores, cierta música, ciertos cómics, cierta televisión y ciertas ciudades.

De eso justamente se trata Deslizamientos, su nueva entrega: un compilado que funciona como una amalgama de pulsión urgente y personal, aunque ajustada, también, a la contingencia: ir, mirar (o leer o escuchar), volver y escribir.

"No es frecuente que esta clase de material tenga una segunda oportunidad", dice Bisama un día antes de que el libro salga de la imprenta. "Al menos no lo escribí con esa idea".

Las 210 páginas que componen el volumen ofrecen una treintena de textos que van desde reseñas a shows de Bob Dylan, Jorge González y Björk hasta un escalofriante análisis al personaje Ricardo Canitrot del Jappening con Ja. También está la historia de un misterioso perro negro que acecha a los deportistas del Parque Bustamante, seguida de un cuestionamiento a la tradición de la crítica literaria chilena y rematada con la crónica más lúcida que se haya escrito sobre el vidente de Villa Alemana. "La virgen de Pinochet", se llama.

"En vez de pensar en cuánto material obsoleto podía encontrar, lo principal fue darle un esqueleto al libro, un movimiento y un orden en que se va desplegando. Y en ese orden parto por un interés afectivo y por tratar de responder ciertas preguntas que te propone el acto mismo de la escritura".

Y muchas de esas preguntas, desde luego, quedan abiertas. No por nada Deslizamientos abre con una crónica sobre los incendios de Valparaíso en 2014, publicada cuando éstos aún no terminaban de apagarse. Tres años después, da la impresión de que la hubiera escrito ayer.

—Lo que muestra el libro es apenas una parte de lo que has publicado en la prensa.

—Sí, quedó bastante afuera y me gusta que sea así. No quise un libro demasiado extenso. Lo mejor fue encontrar extraña mi propia voz. No todo lo que uno escribe debe republicarse. Volver a leer determinados textos te pone de frente a la manera cómo ha cambiado tu mirada de las cosas. Por eso que los artículos sobre literatura que escogí no están anclados en el presente sino que hacen preguntas hacia atrás, como los de la obra de Pedro Prado o de la relación de Carlos Droguett con el Boom. El libro es un mapa de lecturas y de intereses.

—Los temas con los cuales has armado tu mundo.

—Claro. Es la manera cómo me relaciono con mi biblioteca, mi discoteca y mi videoteca. Y cómo todo eso compone, al final, un fragmento de la experiencia.

—Pero muchas veces los textos deben salir a presión. Pienso particularmente en aquel sobre el show de Bob Dylan en Texas una semana después del Nobel.

—Esa crónica la escribí en un par de horas y la hice porque sabía que se iba a publicar en Página/12. Mi esperanza era que una parte de esa energía y de la intensidad de la vivencia quedasen en el texto.

—¿Eso te gusta de la prensa escrita? ¿La adrenalina?

—Sí, algo de eso hay. Es la inmediatez y salir de la zona de confort, también. Me gusta escribir de música y de la ciudad porque me plantea desafíos de estilo, de cómo contar en poco espacio. Soy de los que se aburren rápido y la prensa escrita me ha ayudado a ir hacia lados distintos.

—Incluso cuando escribes de televisión. O más bien sobre la televisión del futuro.

—Ese es un tema del que nunca había pensado nada y fue una buena excusa para tomar notas durante un mes, buscando cómo podía resolverlo. Lo mismo el que hay sobre la crítica literaria chilena ("El peladero") que me hizo pensar sobre qué significa la tradición y salirme un poco del presente. Revisé archivos, volví a leer y volví a mirar.

—En un texto sobre la TV dices que el futuro de la tele es volverse un diario de vida. ¿Sigues pensando eso?

—No sé si haya futuro en la tele, la verdad, pero era una idea sobre las multipantallas, sobre los nichos, sobre atomizar una experiencia que antes era colectiva y volverla algo definido por los gustos de cada usuario. Ver televisión o ver Netflix es surfear por un montón de contenidos con los que puedes o no relacionarte y al final te mueves del mismo modo como puedes hacerlo dentro de una biblioteca, tomando algunas cosas, dejando otras.

—Decías que en el proceso de compilar tuviste una sensación de extrañeza con tu escritura.

—Siempre. Tal vez lo más lindo es mirar tu propio texto y sentir que no te reconoces del todo y lo que hay en la página son fragmentos o la sombra o el eco de algo que ya fue o que ya fuiste o que pensaste y desapareció y sólo puedes recuperarlo volviendo, aunque nunca sea del todo. Aunque sea un eco, como te decía.

—A diferencia de tu narrativa de ficción, ¿cuánto tienes presente al lector en esta clase de artículos?

—Más que al lector, lo que tengo en vista es el plazo de entrega y el espacio. Ambas cosas definen la forma de un texto y el tipo de preguntas que uno se hace. Por lo general trato de no meterme en temas que no manejo, de no hablar de lo que no sé.

—¿Nunca pensaste estudiar periodismo?

—No, nunca.

—Aunque tus primeros acercamientos a la escritura vienen del fanzine.

—Como muchos, ¿no? Tenía un grupo de amigos con los que fanzineábamos. Y es algo que recoge una experiencia colectiva. Aunque nunca pensé este libro desde el periodismo. Es un conjunto de crónicas y ensayos literarios. Por lo mismo no hay referencias sobre el origen de los textos, que es bastante diverso. Nunca me he leído como periodista. Respeto mucho a mis amigos periodistas como para atribuirme esa condición.

—¿Cómo relacionas Deslizamientos con los ensayos que publicaste en Cien libros chilenos?

—Cien libros chilenos fue como ir de nuevo a la universidad. Fue volver a leer la tradición local y preguntarme qué sentido tenía para mí. En el caso de Deslizamientos, más tiene que ver con una segunda mirada, con más movimiento, y no sólo en cuanto a escritores. Lo que aparece en este libro acerca de Nick Cave ("La sombra sobre la pared") es como saldar una vieja deuda con un cantante que me gusta mucho y al que llevo escuchando veinte años. Lo mismo con Bob Dylan ("Las cosas han cambiado"): saber qué chuchas iba a hacer y decir en ese concierto en El Paso a una semana de anunciado el Nobel.

—En uno de los textos finales dices que en tus primeras novelas lo único que te importaba era contar historias, con "relatos que se encadenaban hasta apelotonarse, saturados y confusos", mientras que en las nuevas lo importante es saber cómo funciona la memoria, el recuerdo como algo epifánico o pavoroso. ¿En la crónica eso es diferente?

—Se da de manera más intuitiva. En la novela todo funciona a largo plazo. Te puedes tomar dos o tres años. En las crónicas tienes libertad, pero no demasiado tiempo y eso, como te decía, me gusta porque obliga a tomar decisiones concretas. Pasa, por ejemplo, con el artículo que hay sobre Germán Marín: en su caso me di cuenta de que cada vez que él publicaba un libro yo escribía algo y hacerlo se ha convertido en una suerte de cita anual que fue conformando un diario de lectura sobre Marín, pero también de mi propia escritura.

—En este libro hay muchos autores de otras épocas y también varios actuales, con los que te relacionas de manera habitual.

—Sí, pero no estoy escribiendo de ellos, sino que de su obra. No tengo rollos con eso.

—¿No haces diferencias?

—No distingo entre los vivos y los muertos. Creo que el canon, lo que va a quedar, siempre se está discutiendo en tiempo presente. No hay nada fijo ni tampoco nada que me inhiba de escribir sobre gente viva. La tradición es algo que se inventa todo el tiempo, desde el presente y se inventa hacia atrás.