Hay cierto placer morboso en ver a Paola Volpato y Álvaro Rudolphy interpretando por primera vez en un buen tiempo a villanos en un culebrón. No es algo nuevo, pero tras tantas historias donde han representado perfectas parejas disparejas, es imposible no mirar a Perdona nuestros pecados como una suerte de versión infernal de todas esas telenovelas familiares que Mega ha explotado los últimos años. No es una exageración. Creada por Pablo Illanes y escrita por él y Josefina Fernández, la nueva nocturna de Mega desde los primeros minutos (donde Mario Horton aparece armado y sangrando al interior de una iglesia) presenta un relato que tiene como centro una trama viscosa y asfixiante donde el personaje de Horton (un sacerdote) aparece en un pueblo de provincia dispuesto a destruir a Rudolphy, capo político y económico de la zona, quien abusó de su hermana, llevándola al suicidio.
No hay desperdicio en esto. La teleserie es rápida y retorcida y explota los conflictos de clase al límite, jugando con los clichés de la triste aristocracia de provincia y con eso, su siutiquería y su pobreza moral. En apenas unos pocos capítulos, es posible ver a padres lanzar diatribas inquietantes sobre la vida sexual de sus hijas, alcoholismo, infidelidades, discursos clasistas y racistas y violencia en todas sus formas. En ese contexto, lo que podría ser el aspecto más polémico del asunto (el modo en que el cura Horton tendrá una relación con Mariana Di Girolamo, la hija escolar de Rudolphy) es solo un detalle más de la trama, retorcida y oscura.
A la antigua, estamos ante un relato de venganza que nos recuerda que los culebrones, por más niños que sumen al casting, son el menos amable de los géneros, el menos consolador, el más atroz. Carente de tiempos muertos, el relato de la vida en Villa Ruiseñor de Mega es áspero pero veloz, desconsolado pero entretenido pues Perdona nuestros pecados no se detiene nunca en su maquinaria de la crueldad y en su celebración del horror como aquello que le da sentido a la intimidad de las casas chilenas.
Por lo mismo, es interesante la elección de los años 50 como contexto. Se trata de un corte temporal que aumenta las posibilidades del drama al poner el abismo entre los escombros del siglo XIX y las promesas del XX como una caja de resonancia del drama: en algún momento, Rudolphy denosta los gobiernos radicales y añora un orden patronal perdido, un Chile del latifundio que es el soporte moral del terror que determina a los personajes y sus relaciones. Aquello es interesante porque es el reverso de gran parte de las telenovelas del canal. Salvo Amanda, que construye su propio y perfecto purgatorio diario, Mega siempre ha apostado por comedias esperanzadoras donde la familia chilena aspira a reconstruirse una y otra vez en tanto comunidad. Eso estaba en Pituca sin lucas y era el centro de Señores papis, relatos que estaban construidos con la promesa de una vida posible para una clase media capaz de identificarse con los personajes.
Acá no hay nada de eso pues el relato se construye a partir de la destrucción de las instituciones (la familia, la iglesia, la política), que se presentan corrompidas y viciadas, horrorosas en su descripción ficcional de una sociedad en crisis. Esta tensión es subterránea pero permea todo lo que vemos, encaminado como está a todas las formas de la catástrofe. En cierto modo, Perdona nuestros pecados es una teleserie política al plantear el centro del culebrón en la condición omnipresente y perversa del personaje de Rudolphy, que concentra los peores discursos de un nacionalismo rancio y campesino, de un Chile construido sobre el peso de la noche y tejido con una violencia ejercida sobre los cuerpos y el lenguaje. Aquello determina el show, que puede ser leído como un museo de horrores del siglo pasado, una chilenidad profunda que toma la forma de una máquina de la crueldad para determinar las reglas sociales de su orden aparente y que vuelve ahora como una ficción catártica, incómoda y adictiva.