Pocos productos televisivos pueden contar con la precisión y la claridad que la tercera temporada de MasterChef está exhibiendo en Canal 13 (domingo y miércoles). El programa funciona como un reloj y demuestra la habilidad de Sergio Nakasone a la hora de montar reality shows. Cada capítulo tiene tensión, drama, historias de vida y cierta condición impredecible donde se exhiben tanto la violencia como la ternura de sus jueces. No creo exagerar. El año pasado, cuando Yann Yvin renunció al show para irse a TVN a animar el matinal, parecía que el programa perdía a una de sus estrellas principales. Yvin era el encantador villano del show: un francés de acento divertido capaz de intimidar a los participantes pero también de ayudarlos cuando sufrían un accidente mientras cocinaban, al modo de un padre severo del que todos esperaban de modo angustioso cualquier clase de aprobación. Yvin era una pieza clave en un engranaje que andaba perfecto, algo que también se extendía al casting de los concursantes que incluían a la vez a una reclusa y una policía y tenía como contrapunto excéntrico a Eduardo Améstica, el Leche, un metalero porteño tan delirante que citaba a Van Gogh mientras creaba nuevos verbos ("desconchetumadrizar", por ejemplo) para explicar lo que hacía en sus platos.
Por lo mismo, esta tercera temporada era compleja y el español Sergi Arola lo tenía difícil pero ahora, después de varios episodios, es fácil darse cuenta de que el reto fue superado. Arola está perfecto como una vehemente superestrella internacional de la cocina que suda y sangra por cada plato y al que un error es capaz de romperle el alma en pedacitos. Esa exacerbación histriónica pero convincente permite que se definan más los contornos de los roles de sus compañeros. Así, Christopher Carpentier luce como el pedagogo empático experto en la tradición local y el paisaje y Ennio Carota como el sabio excéntrico capaz de entender cómo funciona cada plato en relación a los afectos y las historias de los concursantes.
Lo mismo corre para los participantes, una lista que tiene algo de bizarro pero que está más bien centrada en las historias de resilencia de quienes quedan seleccionados en el show. Caben ahí un profesional de la lucha libre, el capitán del barco de Jack Costeau, una mujer transgénero y un argentino tan versero que llega a parecer irreal; eso sin contar a un chico chino que luce perdido, apenas habla español y que es el corazón atolondrado del elenco. Lo interesante es que estos relatos de vida nunca aparecen directamente. MasterChef no los explota, existen como un sombra que le da peso a las palabras y gestos de los concursantes, una legión de fantasmas privados con los que tienen que negociar cuando cocinan y tratan de poner sus biografías ahí, en el menú de cada episodio.
Pero MasterChef no explota aquello. Es un agrado ver el programa ahora mismo cuando en Doble tentación los gritos y las agresiones de los personajes se vuelven tan insoportables que destruyen cualquier atisbo de desarrollo dramático o narrativa. Frente al ruido inverosímil del reality de Mega, MasterChef propone una administración de la concentración y del silencio, algo que está contenido en el oficio y la técnica de quienes participan, en el modo en que son capaces de colar su propia historia gracias al pie forzado de cada prueba. Quizás ahí descansa el sentido el show, en esas biografías ocultas que apenas se revelan y que existen más allá de las peripecias puntuales de cada episodio. Es una tensión que está ahí y no requiere de efectos especiales, algo que aparece cuando una chica de Lolol hace el sandwich favorito de su padre o un futbolista retirado cuenta, casi de pasada, cómo se farreó su carrera. Lo anterior siempre ha sido parte del show pero en este temporada es más evidente haciendo de la cocina un signo capaz de contener una vida completa, como algo se presenta como un punto de fuga de la rutina diaria, acaso la fantasía de un mundo posible que solo la tele puede poner en práctica.