Pocas experiencias resultan tan conmovedoras para un conocedor de la música como visitar un viejo estudio de grabación. Recorrer el mismo espacio donde alguna vez se plantó Elvis para registrar su primera canción, observar los mismos rincones donde unos Rolling Stones veinteañeros se entretenían tributando el viejo blues, fotografiar las consolas en que adquirieron vida los mayores discos de la historia.
Pero también pocas experiencias resultan tan disonantes. Porque si el tamaño de un estudio fuera proporcional a su leyenda, habría que perderse por espacios señoriales, auténticas fortalezas que algún día cobijaron un infinito caudal creativo. Nada más alejado de eso. Los antiguos laboratorios musicales son casi siempre estrechos, desprovistos de toda elegancia, con el aspecto de cualquier oficina arrojada en medio de una ciudad.
Chess Records, en Chicago, es un buen ejemplo. La compañía discográfica del mismo nombre tuvo su estudio más célebre en el sur de la ciudad, donde desde 1950 recibió a parte de los nombres más influyentes del blues y los primeros días del rock and roll, como Willie Dixon, Muddy Waters y Howlin' Wolf.
Fue el lugar donde también forjó su propia revolución Chuck Berry, el músico fallecido el pasado sábado 18 y que llegó al sitio en 1955, cuando probaba suerte en la escena de Chicago y fue recomendado por uno de sus ídolos, Muddy Waters. Ahí grabó una impresionante racha de éxitos comandada por Maybellene, Johnnie B. Goode y Roll over Beethoven: básicamente los hits que sentaron las bases de todo lo que vendría después.
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Las consolas de la época donde grabaron los músicos. Foto: C. Vergara.[/caption]
Desde hace un par de años, el estudio es administrado por la fundación Willie Dixon's Blues Heaven y funciona como museo. Pero ingresar a sus históricas paredes no es fácil. El lugar casi siempre parece cerrado y sin mayor vida, sólo reconocible por una placa que resalta su importancia y por un patio que exhibe las imágenes de sus mayores héroes.
Tras golpear una puerta de vidrio, aparece un guía que cobra la entrada y que invita a subir sus empinadas escaleras, con las paredes tapizadas con las fotos de los fornidos bluseros que hace mucho remecieron el edificio. Enumera todos los que pasaron por ahí y en un televisor prende un antiguo documental de la discográfica, aunque hay relatos menos artísticos merodeando el mismo perímetro: según Keith Richards, que grabó en el lugar junto a los Rolling Stones en su debut en EEUU en 1964, cuando subió por estas mismas escaleras se encontró con Waters pintando el techo, intentando ganar algo del dinero extraviado en los años de vacas flacas.
Pero más apasionante que el techo es el mismísimo centro de operaciones donde se encerraban los músicos. Ahí aún sobreviven un antiguo magnetófono de bobina abierta -la máquina básica de esos años-, un reloj que marcaba las sesiones y dos enormes monitores de audio. Fuera de ese espacio, también hay una batería y un piano utilizado por los propios Stones.
Como homenaje a Berry, su imagen en pleno plan de ataque -con traje, humita y la guitarra empuñada- aparece en uno de los salones centrales. En el primer piso, un largo pasillo muestra las oficinas de los dos propietarios del sello, los hermanos Leonard y Phil Chess, mientras una sala extensa despliega guitarras, uñetas, manuscritos, fotos y poleras que pertenecieron a los artistas.
Nuevamente hay un sitial estelar para el fallecido cantante: una vitrina muestra una carátula de uno de sus álbumes autografiado en 2001, un libro, un afiche y un vinilo registrado junto a Bo Diddley, el otro gran astro del rock and roll en la firma. Pero en el paralelo de ambos, Berry dejó una sombra mucho más alargada. Por algo lo que queda de Chess, pese a su funcionamiento a medias, lo desolado de su apariencia y una paupérrima tienda de merchandising, sigue rendido a su memoria.