Qué mejor lugar para contar una parábola cristiana que el Norte Grande chileno, con sus horizontes interminables, sus soleados tamarugos y sus piedras en el camino. Qué mejores personajes para darle sentido a esta fábula, que los habitantes de Pisagua, Huara y La Tirana.
La sola puesta en escena de El Cristo ciego permite percibir que tiene un lugar especial entre las películas chilenas recientes. El director Christopher Murray se ha preocupado de construir con cuidado cada detalle de este cuento místico, sin dejar nada al azar. Se puede decir que sus imágenes brindan un fervor inusual y es probable que sucesivas visiones permitan hallar guiños tras guiños, implicaciones tras implicaciones. Murray busca dejar su huella autoral y, en ese sentido, la película tiene una voluntad de hierro. Se toma en serio y no hay lugar a la duda: la historia es con mayúsculas, la intensa fotografía de Inti Briones no es gratis, la música del ruso Alexander Zekke es casi un subtítulo añadido de todo lo que sucede en pantalla.
Tal vez la fuerza del estilo sea el eventual Talón de Aquiles de El Cristo ciego, pero a la larga esta es una película que también tiene otros ases bajo la manga, otros recursos, otras voces y otros ámbitos. Hay, por ejemplo, una evidente cinefilia, que acá tributa al Pasolini de La Pasión según san Mateo y que como aquel filme recurre a actores no profesionales: son los personajes que encuentra en el camino Michael (Michael Silva), el mecánico que tras trabajar toda su vida al alero de los fierros, decide ir descalzo hasta Pisagua, donde un viejo amigo está más cerca de la muerte que la vida. Buscará sanarlo.
Cada tipo humano va contando su verdad a su modo cuando ve pasar a Michael. En su pueblo, ni su padre alcohólico ni sus prosaicos vecinos prestan atención a este improvisado profeta que cree ser el mensajero de Dios en la Tierra. En el desierto, un drogadicto con tendencia a las explosiones de rabia, piensa que el mesías nortino lo liberará del flagelo de la adicción. Más allá, un muchacho con ambiciones de futbolistas lo sigue como si fuera su lazarillo y hasta lo lleva a casa de su madre, suerte de María Magdalena moderna, abusada por un esposo que nunca más volvió a casa.
Es probable que la parábola del mecánico sea más bien la historia del inocente o del tonto del pueblo. Finalmente poco importa: el realizador ha sido capaz de construir una película personal, poderosa y con ambición. Cualquier bache en el desierto se perdona.