Gabriel García Márquez: "Escribo para que me quieran"
Si lo único que nos sobrevive son las ideas, en las palabras de García Márquez siempre hubo otra verdad detrás de la verdad y quizás por eso fue tan difícil para su biógrafo escarbar entre sus recuerdos y escoger las escenas que mejor describen su vida.
En 2012 se conoció la noticia: Gabriel García Márquez estaba perdiendo los recuerdos y era imposible obviar esa frase de sus memorias: "La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla".
No hay castigo más humillante ni menos merecido para un hombre que la traición de su propio cuerpo, aunque la memoria de García Márquez no solo se fue perdiendo. Cualquiera que haya tomado alguno de sus libros sospecharía que su cabeza estaba llena de fantasmas, que su escritura contenía el torbellino de una catarsis sin diván y que, de alguna manera retorcida, García Márquez no encontraba la puerta para poder salir de sus recuerdos.
El mundo poliédrico que muestra en El otoño del patriarca, ese poema descomunal vestido de novela, o los seudónimos que usaba para firmar como periodista, cambiando de antifaces como quien engaña a un conserje, dan cuenta de este asunto.
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Si lo único que nos sobrevive son las ideas, en sus palabras siempre hubo otra verdad detrás de la verdad. Quizás por eso fue tan difícil para el biógrafo Gerald Martin escarbar entre sus recuerdos y escoger las escenas que mejor describen sus días.
En Gabriel García Márquez: una vida, Martin cuenta que, cuando conoció al escritor, pensó que serían "amigos del alma", pero que en el segundo encuentro García Márquez cambió abruptamente el tono de la conversación.
El nobel había leído el libro del hombre que quería contar la historia de su vida, Journeys through the labyrinth, donde el inglés dice que El otoño del patriarca es una novela "demagógica y políticamente escapista".
Con ímpetu, García Márquez le enrostró que "el dictador de la novela era su retrato íntimo autobiográfico y que, si no había intuido una cosa tan obvia, no veía cómo podía pretender convertirme en biógrafo suyo". La relación, finalmente, fue tolerada: ni enemigos, pero tampoco amigos.
Más tarde, en El coronel no tiene quien le escriba, García Márquez anotó: "Para los europeos América del Sur es un hombre de bigotes, con una guitarra y con un revólver".
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¿Qué sabemos realmente de García Márquez? Lo menos, pero también lo esencial. El escritor fallecido en 2014 empezó escribiendo cuentos ingeniosos que crecieron como columnas brillantes y se transformaron en novelas universales, las que, a su vez, inspiraron películas mediocres y un montón de canciones que, así como sus libros, e incluso sus entrevistas, excedieron el idioma.
Para entender esa enredadera que es su obra, bien miradas, las páginas de Textos costeños —que comprenden buena parte de su obra periodística— pueden considerarse como los borradores de varias escenas y personajes de Cien años de soledad, su obra maestra.
Su primera columna, de hecho, ya contiene una frase que alcanzará a colarse en los mundos de las novelas La mala hora y El coronel no tiene quien le escriba: "Los habitantes de la ciudad nos habíamos acostumbrado a la garganta metálica que anunciaba el toque de queda".
Fue Jorge Ibargüengoitia el que contaba que en su pueblo siempre confundieron lo grandote con lo grandioso. A propósito de su biblioteca, García Márquez dijo que el único placer que superaba una buena lectura era el de releer un libro, por eso sus libreros conservaron solo aquellas obras a las que sentía la necesidad de volver.
Se sabe que fue un temprano lector del siglo de oro español y Rubén Darío, así como de Ernest Hemingway, William Faulkner y Franz Kafka. Que escribió su obra maestra a los 39 años, y que, para sacudirse el éxito, hizo de El otoño del patriarca un solo y gigantesco párrafo descomunal.
Esto no lo sabemos pero lo intuimos: que, tal vez apretado frente al pelotón de aduladores, dijo que El amor en los tiempos del cólera era su mayor novela.
Muchas cosas que hoy son Colombia, explica el escritor de ese país William Ospina, solo llegaron a la literatura a través de sus obras: "El pensamiento mágico indígena, la sensualidad del mundo caribeño, esa certeza de que los poderes centrales de este mundo no saben nada de la vida".
Franz Roth, el crítico de arte alemán que nombró al realismo mágico en 1925, dijo que era una percepción plena del mundo, que incluye el universo racional y el mundo invisible. Lo que explicaría el deseo de García Márquez por estirar el tiempo, como en las frases de El otoño del patriarca, que sacuden los pliegues de nuestra mente: "Le parecía que él estaba más viejo que ella, que es como si la hubiera dejado atrás en el tiempo".
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Alguien decía que en algún momento todos a ponernos frente al espejo de la verdad. No sé si a ustedes les pasa lo mismo que a mí, pero, en algún punto, la vida de los escritores dice tanto como su obra. García Márquez contaba que había nacido el 6 de septiembre de 1928: no para quitarse un año, sino para coincidir con un hecho histórico en su país: la matanza de las bananeras.
Para enmarcar sus días más duros, escribió en sus memorias: "Nuestra fortuna fue que aun en los apuros más extremos podíamos perder la paciencia, pero nunca el sentido del humor". En alguno de los libros que han publicado sus amigos, hay otra frase que lo define: "Lo único cierto para mí son las canciones de los Rolling, la revolución cubana y cuatro amigos".
Plinio Apuleyo González, sin duda uno de esos cuatro grandes amigos, contó que García Márquez planeó todo en la vida. "Él tuvo grandes amores con la española Tachia Quintana. Nunca he olvidado que ella quedó embarazada de Gabo y que tuvo que abortar de la forma más dolorosa. Recuerdo un día que Gabo me citó en París. Me dijo: 'Tachia se quedó esperándome en el Odeón. Puede esperarme tres horas, más de tres no me espera. Tengo que dejarla que se vaya', me dijo. Le respondí: 'Pero Gabo, ¿por qué, si has tenido un romance feroz con ella, cómo dejas que se vaya?' 'Ella no me conviene, ella tiene su carrera, quiere ser actriz de teatro, yo tengo mi novia allá en Sucre (provincia de Colombia), y a mí lo que me conviene es el 'cocodrilo sagrado', no esto. Esto me dispara en otro sentido'. Y así fue. Mercedes le dio la paz y la estructura y la vida que necesitó para ser quien fue".
El día que se supo que había ganado el Premio Nobel, sus vecinos en México se acercaron sigilosamente a su casa con una brocha y un tarro de pintura, para escribir en el piso, a la entrada del estacionamiento: "Felicitaciones, te amamos".
Ese mismo día, cuando nadie sabía de la noticia, tres de sus amigos viajaban a México desde Nueva York y, como buen anfitrión, García Márquez había quedado de ir a recogerlos.
Antes de despegar, en el taxi camino al aeropuerto, los tres se enteraron de la buena nueva y se resignaron a que el nuevo Premio Nobel de Literatura no llegaría a recibirlos. Se equivocaron. Ahí estaba García Márquez, camuflado entre los cientos de anónimos que también esperaban.
"No hubieras venido", le dijo uno de esos amigos, "debes tener muchos compromisos ahora".
"No seas pendejo", replicó el escritor, "en este mundo no hay Premio Nobel que valga más que mis amigos".
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La pérdida de la memoria sea tal vez como estar a toda hora con la luz encendida, pero ya lo escribió el propio autor: "No se vive, qué carajo, se sobrevive".
Reacio a hablar de su vida privada, incluso de sus peleas más conocidas —como quien oculta en whatsapp su último rastro de conexión—, García Márquez desfiguró los hechos de su vida íntima hasta hacerlos irreconocibles, como un artefacto literario que se devora así mismo, para reconocer después que su vida estaba allí mismo, en sus historias sobre Mauricio Babilonia y las mariposas amarillas, en los riesgos con el lenguaje y los zurcidos del poder, en la miseria y el olvido, en el gran tema que cruza sus más de cuarenta libros y por extensión sus recuerdos: los amores contrariados.
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"¿Para qué escribe García Márquez?", le preguntaron alguna vez.
Gabriel García Márquez respondió: "Escribo para que me quieran más mis amigos".
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