Pasa, con la escritura y sobre todo la lectura, que el gusto se adquiere desde los primeros años de vida, pero no es hasta que se es mayor que uno empieza a percibir el porqué. Lo cierto es que durante el último año de universidad empecé a cuestionarme cada vez más seguido de dónde había nacido ese gusto por escribir, por las letras, las plumas, los libros y todo lo relacionado con la literatura.
Tengo cuatro abuelos de sangre. Cuando me preguntan por ellos, digo que tengo seis. El tercer par es un matrimonio mayor, Oriana y Raúl, vecinos de cuando vivía en La Florida y que, desde que nací, nos cuidaron a mi hermano y a mí como si fuéramos sus nietos. Eran oriundos de Talca, pero ciudadanos del mundo. El exilio los obligó a pensar su vida en Canadá, mientras sus hijos crecían y terminaban repartiéndose por otros continentes.
En febrero, con mi papá viajamos a Talca porque Raúl falleció debido a un cáncer a los huesos. Estuvo los últimos años postrado a una cama, muy lejos de la imagen que siempre tuve de él. Una persona inquieta, viajera, con un horizonte sin fin. Esa imagen no cambió porque no alcancé a visitarlo antes que falleciera, a pesar que me dije que lo haría. La universidad y los planes personales quisieron que fuera así…
Una vez que volvimos a su casa después del funeral, comenzamos a recordar anécdotas de cuando vivíamos en La Florida. En el intertanto, Oriana me dijo que subiéramos al segundo piso y que eligiera algo que me gustara entre las cosas de Raúl. No fue fácil, porque Raúl tenía un gran gusto por los libros de filosofía e historia, principalmente de la dictadura. También por las máquinas de escribir, cámaras fotográficas antiguas y un sinfín de objetos dignos de un viajero. Los había visto mil veces de pequeña, pero nunca me habían hecho tanto sentido. No fue hasta que vi dos plumas de escribir, que todo hizo click en mi cabeza. El gusto por todos esos objetos de culto y principalmente por las letras venían de mi tío Raúl.
No fue hasta recién fallecido que me di cuenta que todas las visitas a su casa, cuando tenía 7 años, dejaron en mi retina gustos que más tarde me encaminarían a lo que elegí para mi vida: ser periodista.
Le preguntamos a distintas personas relacionadas con el mundo de la escritura qué los llevó a hacer lo que hacen.
Rodrigo Fluxá, periodista
No soy escritor, soy periodista, que ya me parece algo bastante difícil, porque carga con el peso de que lo que escribes tiene que ser comprobable, verdad y trata de gente que realmente existe. El Óscar Contardo se enojaba la otra vez en una entrevista cuando le preguntaban si iba a escribir ficción alguna vez, como si el camino deseable y esperable de un periodista es que alguna vez se pase a la ficción para lograr una supuesta altura narrativa. Y estoy de acuerdo con ese enojo de Óscar, a quien admiro mucho, en cuanto a valorar la escritura periodística por lo que es, no un paso antes de algo más.
Fue una decisión de carrera y como la mayoría de las decisiones que uno toma a los 16 ó 17 años, no fue muy pensada. Fue una sospecha de que el periodismo era algo para lo que podía servir. Lo que sí, yo de niño, tenía una fascinación por los diarios, poco común. Cuesta imaginárselo ahora, al decirlo ya me siento viejo, pero en los noventa los diarios en papel eran una cosa importante y de oferta muy limitada: habían con suerte cuatro. Yo me acuerdo que lo primero que hacía en la mañana era ver si mi mamá había comprado La Tercera -que era el diario que se compraba en mi casa- y si no estaba partía yo en pijama a comprarlo. Me lo devoraba de atrás hacia adelante, o sea: espectáculos, deportes, internacional, política y crónica. Me sabía los nombres de los periodistas que escribían, si uno que me gustaba no escribía en mucho tiempo me preocupaba, así de nerd. Obviamente que ese sistema de noticias, con tan pocos emisores, tenía muchos problemas (la concentración de los medios, el principal), y que la diversidad de mensajes que permitió Internet es preferible, pero había algo lindo en seguir tan fielmente a un medio. Tengo recuerdos bien marcadores al respecto, como cuando La Tercera publicó la entrevista en la que el Cóndor Rojas confesaba que se había cortado. Mi mamá me llevó el diario a la cama y no lo podía creer; teniendo, no sé, 11 años, era un tema que me trastornaba y sentía que el medio me satisfacía exactamente algo que necesitaba. Esas cosas me fueron encantando con el periodismo escrito y cuando entré a la Chile la idea imperante era esa, ese era el único camino: los periodistas de verdad son los que escriben, lo que me calzó perfecto, porque nunca se me ha dado la cosa oral.
No creo que sea igual en la ficción: no soy experto, pero hay escritores que publican una gran primera novela. No conozco periodistas que su primer reportaje sea un gran primer reportaje. Y sobre inspiraciones, siempre en la realidad, ojalá lo menos simplificada posible, ojalá con pocos blancos y negros y con muchas zonas grises, y ojalá sin ideas fijas preconcebidas. El interés puede nacer de algo que le pase a un ciudadano X hasta, no sé, el martillero que hace explotar el caso Penta.
Alberto Fuguet, escritor y cineasta
Toda anécdota es una ficción. Lo más probable es que en estos momentos yo te esté mintiendo. Hubo un ramo de la universidad. Redacción II con el Guatón Muñoz. Yo era la peor nota del curso y estaba a punto de reprobar. Un día el profesor se me acercó y me dijo que parara de mentir. Que dejara de confundir la no ficción con la ficción. "Separa tus mentiras del periodismo", me dijo, entre un tono a consejo pero mala onda. "Escribe tus mentiras y dedícate a pasar de curso". A él no le interesaba que fuera escritor, sino que fuera buen periodista. Hasta ese momento había entrado a la Escuela porque quería ser periodista, a diferencia de gran parte de mis compañeros. No estaba entre mis planes ser escritor. Ya más viejo, cuando varios compañeros estaban en talleres, mandando textos a concursos sin ganar, ya más viejo me interesó la escritura. A los dos meses estaba en un taller y a los cinco años ya estaba publicando mi primer libro.
Camila Gutiérrez, periodista y escritora
Ya no sé si alguien se acuerda de esto pero hace como cien años atrás -cuando todavía ni existía Facebook- había algo llamado Fotolog. Yo tuve uno. Lo abrí porque andaba enamorada de la ex de mi ex y necesitaba que supiera que yo existía con la misma presencia que ella tenía en mí. En Fotolog partí escribiendo relatos autobiográficos sobre mi infancia-adolescencia en una familia súper evangélica y estricta en la que estaba obligada a entender el mundo tal como me lo imponían: lectura literal de la Biblia, un millón de prohibiciones y una sola forma de hacer las cosas bien. Empezar a escribir, entonces, se volvió en una forma de separarme de la obligación, de vengarme un poco y, sobre todo, de poder nombrar el mundo como a mí me dieran ganas de nombrarlo. Pero al decir esto me siento un poco tramposa. Porque dentro de la narrativa que armo sobre cómo empecé a escribir nunca considero -es que de verdad no sabría cómo- mi primer (y único) cuento, escrito en octavo básico. Se trataba sobre unas elecciones presidenciales en las que el candidato ganador se suicidaba. Y lo firmé con el seudónimo "Iván Zamorano".
Oscar Contardo, periodista
Yo no quería ser periodista. Al menos, no de la manera en que muchos de los periodistas que conozco dicen haberlo querido ser desde niños, como una pasión loca que los empujaba a un destino que los estaba esperando. No me soñaba viajando a la guerra como corresponsal, ni visitando lugares remotos para escribir sobre ellos, ni conociendo grandes personalidades. Yo esperaba bastante menos. O mucho más que eso. Quería tener un bar que se llamara Nancy Reagan y un dúo pop con sintetizadores para tocar canciones con estribillos pegajosos que hablaran de amores no correspondidos y vacaciones en Sodoma. Quería estar en fiestas como las de Warhol y quedarme a vivir en alguna película en la que nadie nunca se aburriera –Pepi, Luci y Bom, Xanadú, Flashdance. Habitar en una trama ajena que me salvaría de la propia. Quería vivir donde no existieran las tardes de domingo ni los lunes por la mañana. Yo soy periodista y escribo porque todo lo demás nunca sucedió. Escribo por la nostalgia de lo que no llegué a ser.
Claudio Valenzuela, músico y letrista
Viene desde bien chico, mi padre fue una gran influencia. Me enseñó a escuchar a los Beatles, pero ese gusto creo que viene de algo que uno define como un llamado: el poder expresarse de otra forma. La primera canción que escribí fue cuando me pasaron una guitarra a los ocho años y ni siquiera sabía afinarla. Estaba en la playa, en San Antonio. Estuve toda la tarde en la pieza sin separarme de ella, no era nada especial pero para mí era el mejor instrumento que podía tener. Empecé a componer de una, sin pensar. No quería tocar una canción conocida, solo quería inventar. A los ocho años, cuando empiezas a pensar en eso es un súper desafío, y ahora, a los 47 años con 12 discos en el cuerpo, o más, sigue sorprendiéndome cada vez que tengo que escribir una letra para una canción.
Hay canciones que han partido desde historias, trabajos y canciones que hablan de la vida, que nacen de una caminata con tu perro. Hay otras que se demoran meses. Es sumamente variable porque las canciones son seres con espíritus desde el momento que uno las lleva a papel o al aire, y uno trata de tomarlas y ser un canal, un cable que los trae a otra dimensión.
Cuando tenía 16 años, cuando estaba pasando toda la primera etapa de la época de los 80, de la música en Chile. Entré a Ingeniería y estaba pasando muchas cosas, algo en mi alma decía que tenía que dejar todo eso, que tenía que irme a estudiar otra carrera. Di la prueba de aptitud otra vez e ingresé a Ingeniería en Sonido en la Chile. Más que tener las ganas de estudiar, eran las ganas de poder estar en un lugar donde estaba pasando todo. Donde estaba Jorge González, Claudio Narea y músicos de otras bandas también. Era el lugar donde tenía que estar y meterme entremedio para ver qué podía hacer. Era seguir mi intuición. Creo que es sumamente vital para todos los seres humanos, desde cualquier ámbito, del arte a lo que sea, escuchar. A veces es lo más importante.
Rosario Espinosa, cineasta y guionista
Para mí la escritura fue un gusto adquirido. Me comenzó a interesar ya de más grande, cuando me di cuenta que habían cosas que quería definir, cosas que me pasaban o que veía que le pasaban a otras personas, que merecían quedar plasmadas en algo material. Intenté tener un blog, pero mi poca constancia lo terminó de sepultar. Tampoco logré completar un diario. Pensé mucho tiempo que escribir estaba relacionado netamente a algo superior, de manera que sólo valía la pena escribir aquello que fuese trabajado o necesitase ser pensado más de una vez. Me coarté y perdí mucho tiempo, y no fue hasta que llevaba tiempo en la universidad que encontré mi voz: me gusta escribir con humor, sobre situaciones cotidianas con observaciones curiosas, sobre lo que veo en la micro y me da pena, sobre mi familia. Me gusta escribir para que me lean y me gusta escribir para que me vean.
Me es difícil decir que los libros me inspiran a escribir; los que me gustan los disfruto muchísimo, pero siempre con un poquito de celo, comprendiendo que provienen de otra disciplina. Cuando veo cine o series que me tocan la fibra es cuando más ganas de escribir me dan, me voy a lo audiovisual porque sé que es algo que me va a nacer de forma más natural, que es algo que puedo hacer. También aprecio mucho los espacios que las redes sociales entregan para expresarme, escribo harto en Facebook de aquellas cosas que llaman mi atención.
Vladimir Rivera, guionista
Parece un lugar común, pero cuando chico estuve muy enfermo, me lo pasaba con amigdalitis. Además, por personalidad, era muy retraído, solitario. En mi casa había una biblioteca pequeña pero con libros que me marcaron, sobre todo de Poe y Ray Bradbury. Mi mamá tenía que salir a trabajar y yo quedaba al cuidado de mi hermano chico, ahí, para entretenerlo, le contaba historias, creábamos personajes, hacíamos figuritas de superhéroes, armábamos guerras imaginarias. Un día nos levantábamos y la casa de enfrente estaba embrujada o descubrimos que nuestro vecino había hecho un pacto con diablo o que cuando chico los gitanos habían intentado secuestrarme, todas historias mitad ficción y mitad realidad. Un día descubrimos un pájaro muerto en un árbol, estuvimos una semana entera tras el asesino. En nuestra mente fue un profesor de música el culpable. O un día que vimos al diablo en la casa de un tío. En el Parral de los años 80 o inventabas algo o te quedabas petrificado para siempre. Juntaba mi plata y con eso compraba libros. De una colección de revista Ercilla o del diario la Nación. Amaba los libros, creo que eso es una enfermedad. Un día me dije: me voy a ganar la vida escribiendo. Parecía chistoso, pero me lo propuse. Pequeñas historias que no iban a ninguna parte, sin desarrollo, sin personajes, esas fueron mis inicios.
Cuando me vine a estudiar cine a Santiago, tomé un taxi que me llevó al terminal, el taxista me preguntó para dónde iba, le contesté que quería ser cineasta. Se puso a reír. "Eso es para ricos", me dijo. Un día en clases, con Pedro Chaskel, teníamos que presentarle los lunes historias de la vida cotidiana. Intentaba hilar mis pequeñas historias. Un día Chaskel me dijo: "Mira Vladimir, sabes, mejor en vez de andar inventando historias, anda al psicólogo, te saldría más barato". Muchas veces la gente se ríe con las historias que cuento, piensa que las invento, pero no, solo trato de fijarme en la realidad, la cual está llena de contradicciones, de verdades, de mentiras.
Mis autores preferidos eran, y aún lo son: Jack London, Ray Bradbury, Poe, Manuel Rojas, Rulfo, Borges. Luego con los años, conocería a otros autores: Auster, Houellebecq, Perec, Calvino, Bolaño. Sin embargo, los que me marcarían serían los libros de cómics, aluciné con Sandman de Neil Gaiman, con Watchman y From Hell de Moore, con Black Hole, Mous, El Eternauta, Hellblazer, por nombrar algunos. Tengo un pequeño tesoro de libros que ido acumulando con los años. Escribo todos los días. Y claro, es una mezcla entre enfermedad y trabajo. Pero aunque muchas veces no me pueden pagar, igual escribo.
Eleonora Aldea, diseñadora gráfica y letrista
Desde chica, desde muy chica, he escuchado música prestándole atención a la letra. Nunca he sido capaz de aislar la música, la melodía de lo que se dice. Por eso mismo no soporto la música instrumental. Siempre me ha parecido una especie de magia que alguien sea capaz de escribir algo que muchas personas van a escuchar y relacionar a su vida. Que le van a dedicar a alguien, algo que van a cantar junto a muchas otras personas en un concierto, algo que se van a tatuar. Las citas literarias, las frases de famosos, están todas muy bien pero una canción es otra cosa. Una canción se vuelve parte de la vida de uno de otra manera mucho más presente, como un telón de fondo. Son las letras de canciones, en específico ciertas líneas, las que me inspiraron a querer ser una comunicadora. A querer conectar a través de las palabras con alguien que pueda ver las cosas que hago. Para hacer que una pieza de lettering sea más atractiva es necesario que el texto sea corto y preciso, y las letras de canciones tienen eso resuelto. Las letras de canciones dibujadas me han inspirado a trabajar 100% en lettering porque ha sido la manera en la que más profundamente he experimentado esa conexión con alguien. Cuando hago una pieza con la frase de alguna canción que otra persona reconoce, dedica y comparte. Es mi propia manera, además, de homenajear a los que las escribieron y que me han hecho tan feliz. En mi amor por lo que dicen las canciones está la base de mi amor por las letras, tanto dibujadas y escritas como cantadas.
Ignacio Tobar, periodista
En tercero medio del Colegio Inglaterra, en el paradero 12 de La Florida, tenía que elegir entre ciencias y matemáticas o historia y literatura. Para eludir los números, me metí a un taller de literatura de una vieja que no la pescaba nadie. Éramos nueve vagos en la clase y la profesora llevó Altazor, de Huidobro. Me encantó. Fueron fotocopias que conservé por años. Había leído solo los libros que daban en el colegio que no me interesaban nada, pero Altazor me atrapó y me rallé. Comencé a escribir. Palabras sin sentido. Garabatos relacionados con mujeres. Cosas que sentía. Mi adolescencia fue de constantes fracasos con el sexo opuesto entonces tenía mucho más rencor contra mi mismo. Falta de amor propio. Así llegué a Neruda, a lo más cursi de todo. Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Sonetos de amor.
Después del colegio, leí dos libros que me marcaron. Martin Rivas, porque también era un perdedor en términos amorosos, más encima un perdedor social, entonces era más intenso. Las penas del joven Werther, de Goethe. Es de un hombre que está muy enamorado de una mina y que convive con ella todo el día pero la ama en silencio. Es muy terrible, sufre mucho y en el fondo sabe que lo ignoran. Esa fue mi lectura a mis inicios en Teatro. Todavía lo único que escribía eran garabatos, pseudo poemas, cosas raras relacionadas a los sentimientos, pero cuando empecé a escribir prosa, con rabia tras una veinteañera desilusión amorosa que había vivido, terminó en otra cosa y descubrí mi talento para escribir. Soy mucho más talentoso que Alejandro Zambra, lo que pasa es que no he sido descubierto. Soy como el heredero natural de Bolaño, más que él… No, no, la prosa me pareció muy divertida de escribir. Podía pasar horas y horas y horas escribiendo. Mi llegada al periodismo es un azar. En realidad no tengo ninguna razón de por qué periodismo. Un día pensé "que heavy que me gane la vida escribiendo". Al final me pagan por escribir, eso también tenía relación con lo otro. Fue una mezcolanza de cosas que hicieron que yo estudiara periodismo pero inconscientemente. Lo entretenido es que al final yo escribo para mí, no tengo ningún afán de publicar nada, lo único que vale la pena es que mientras tú escribas lo pases bien.