En el prólogo de De cara al país, el recién publicado libro de conversaciones entre Alejandro Guillier y Raúl Söhr, el entrevistador nos entrega un dato biográfico de Guillier que a él le resulta grandilocuente y anticipador de todo lo que vendría luego: "Las inquietudes políticas lo asaltaron desde temprano. Fue presidente del Centro de Alumnos de su liceo antofagastino". Un poco más adelante, Söhr da fe del impecable manejo del candidato presidencial del PS para enfrentar y vencer la adversidad: "En una oportunidad en que él conducía el noticiero y yo abordaba un tema internacional, se presentaron imágenes ajenas a la materia en cuestión. Al percatarse de la situación pasó a entrevistarme con absoluta naturalidad. Las cámaras se enfocaron en nosotros". Y si se trata de probar el coraje y el arrojo de Guillier ante los poderosos, no hay como la frase que sigue: "Digamos las cosas como son. En este país los empresarios se coluden hasta con los pañales".
Es tal la admiración que despierta en Söhr la figura de Guillier, tal la amabilidad que manifiesta con sus preguntas obsecuentes (hay momentos en que incluso el entrevistador le completa las frases al entrevistado), que lo que pudo haber sido un libro serio, no digo iluminador pero medianamente serio, termina siendo un documento que debiera estudiarse en las facultades de Comunicación como modelo de entrevista farsesca. Curiosamente, los dos son enfáticos en defender la objetividad en el periodismo, un concepto bastante pasado de moda y mediocre que no es del caso discutir ahora, aunque, bajo estas circunstancias, es imposible no reparar en algo que salta a la vista: ambos no han leído ni una sola página del excelente periodismo que se ha escrito en el mundo durante los últimos 50 años.
En octubre del año pasado, en una columna publicada aquí mismo, me pregunté quién es Alejandro Guillier. Sobre la base de la información disponible no fue muy difícil concluir que el hombre ama el poder y que, valiéndose del oportunismo, y muchas veces de la mentira y del abuso de esa objetividad dudosa que tanto pregona defender, ha conseguido grandiosos objetivos. De cara al país aspira a responder la misma pregunta y, tal vez involuntariamente, entrega datos que ayudan a completar el retrato siempre difuso de Alejandro Guillier. Un ejemplo: la falta de opinión del comunicador, su notable explotación de lo melifluo y lo acomodaticio, quedan muy bien explicadas con la siguiente declaración: "Lucía Castellón, mi jefa en la universidad, dice de mí (incluso lo dijo en El Mercurio en una entrevista) que le encanta que sea así, porque siempre que había una sesión de trabajo todo el mundo opinaba y yo sólo tomaba nota. Una vez que todos habían hablado, yo recogía y hacía la síntesis".
Más datos del libro: Guillier le tiene mucho cariño a Juan Emilio Cheyre, militar acusado de violaciones a los Derechos Humanos. Guillier, el candidato presidencial del Partido Socialista, sostiene ser un hombre "no tan vinculado a la cultura de izquierda". Guillier relata que llegó a vivir a Santiago en calidad de Carmela de San Rosendo ("No tenía abrigo. Me acuerdo de que me ponía como tres suéteres para ir a trabajar; después me conseguí un chaquetón viejo"), lo que hace que el lector se pregunte: ¿desde cuándo que el provincialismo quejica es una virtud? Guillier pretende descentralizar Chile (Raúl Söhr estima que su propuesta al respecto "es modesta pero bastante ambiciosa"). Guillier asegura que en Chile no existen ni el Estado ni el mercado. Y en cuanto a la representación política del pueblo mapuche, nuestro hombre admite que "todavía no me atrevo a tener ninguna opinión".
Releo lo recién escrito y me doy cuenta de algo grave: he sido sumamente mezquino con De cara al país. Sin que siquiera lo pidiésemos, todo lo que nos faltaba saber acerca de Alejandro Guillier está entre sus páginas. Pero ya es tarde para enmendarme, razón por la que, al menos, le haré justicia al documento con el título de esta columna.