Hay noches así.
Las largas noches en las que no sucede nada.
En las que sales sin pensar mucho para abrir la mente con un corvo.
En esas largas noches pienso para adentro y se me ocurren cosas que me dan vergüenza.
Cosas como que un mago me elija como voluntario.
Contestar preguntas sobre ser periodista.
Ese colega veinteañero con modales de viejo, porque el resto de su sección eran todos viejos, pantalón invernal, camisa blanca planchada y zapatos lustrados.
Quizá porque mi película favorita es El Padrino 2 y mi serie de cabecera es Los Soprano es que termino en el Bar Liguria de Providencia, tan siciliano que lo sigo relacionando con el músico Álvaro Henríquez Pettinelli.
No es un lugar donde las cervezas sean protagonistas, pero al menos venden una marraqueta bañada en palta y carne deshilachada que llamaremos mechada.
Por eso en la barra, en vez de la carta, pido una recomendación.
Así conocí la Quebrada Brown Ale, un botellín oscuro, de etiqueta azul, que parece sacado del congelador, pero que en realidad es fabricado con una receta secreta en Curacaví.
En segundos el copón se vuelve frío y caoba, esa madera parecida al material que contiene al mosquito de Jurassic Park, y los aromas de las maltas invitan a atravesar la espuma.
En boca, la Quebrada Brown Ale bombardea un sabor a cáscara de nuez, un amargor tal vez ácido.
Pienso que esas descripciones también dan vergüenza.
Mejor decirlo de otra forma.
Alguna vez, conversando en el Irlandés de Calle Blanco en Valparaíso, me dijeron que las Brown Ale son cervezas inglesas, de fermentación alta y de textura suave y sabor dulce-tostado.
Como bar de cervezas el Liguria es un sitio bien decorado.
Territorial, en el sentido de que en los diez minutos que duró la cerveza sonaron solo Los Tres y Los Bunkers.
Emocional, porque vi a Teillier y a Parra y algunos letreros con calles del centro en las paredes.
Técnico, porque los mozos saben de lo que hablan.
Perfecto imperfecto, porque parece una enorme casona restaurada, con el techo a la mierda, arriba, y muchas piezas convertidas en comedores llenos de una importante variedad de yuppies: publicistas, periodistas, comunicadores, actrices, escritores, turistas.
Perdido, porque pienso que su especialidad son las piscolas, los pipeños y los detalles —como ese poema de José Hipólito Cordero en la carta—, pero no las cervezas.
Los italianos no toman cerveza.
A ellos les debemos otros inventos, como la grappa, el nocino y el fernet, pero esa es otra historia.