El documental que terminó llamándose Blanca oscuridad, rodado a lo largo de cinco años por el debutante Juan Elgueta, iba a ser en principio un registro del trabajo en torno a Viento blanco, la ópera de Sebastián Errázuriz estrenada en el Teatro Municipal. En el camino, sin embargo, se transformó en algo distinto. En algo que fue entre otras cosas un deber de memoria.

El 18 de mayo de 2005, 44 conscriptos y un clase del Ejército de Chile murieron -innecesariamente, absurdamente- en las cercanías del Volcán Antuco, en lo que se conoció como una de las mayores tragedias de dicha institución en tiempo de paz.

El documental sigue los pasos de un par de ex reclutas sobrevivientes y encara la primera parte del relato en la voz, ficcionada, de una de sus víctimas. A lo largo del relato, escenifica también el proceso de la hipotermia y se despacha unos textos que hablan de la tragedia y del destino. Acaso esta lectura mítica de la historia sea lo menos logrado de un filme que, por otra parte, no se despega de la dimensión emotiva de los episodios descritos. En ello radica su fuerza, su urgencia y su necesidad.