Sin que exista una explicación aparente, ni mucho menos una razón obvia, lo cierto es que el casi siempre fascinante género del diario de viajes no ha tenido en nuestra literatura un desarrollo más o menos estable a lo largo del tiempo. Afortunadamente, sobre todo para suplir las carencias al respecto de las últimas décadas, se reeditó hace poco Diario de Oriente, documento escrito por aquel destacado hombre de letras que fue Luis Oyarzún. El libro relata tres viajes: el primero transcurre en la Unión Soviética en 1957, durante las celebraciones del cuadragésimo aniversario de la Revolución soviética; el segundo y el tercero abarcan diversas correrías por China e India, naciones que el autor visitó en 1960, mismo año en que se publicó el volumen. Oyarzún viajó por tales países como representante de la Universidad de Chile –era decano de la Facultad de Bellas Artes–, hecho que no le quita espontaneidad alguna al diario, por cierto, pero que sí le dio acceso al autor a ciertos lugares que para un turista común y corriente habrían resultado infranqueables.

Recién llegado a Moscú, Oyarzún asistió al informe de Nikita Khruschev ante el Soviet Supremo de la URSS. Y reportó para nosotros la siguiente frase del líder ruso (sorpresiva) y su inmediata contradicción (predecible): "En este preciso instante, habla del culto a la personalidad y de los defectos de Stalin, 'que fueron acentuándose con los años'. Lo hace con serenidad, científicamente. Pero añade con vehemencia: 'Al analizar todos los aspectos negativos de la personalidad de Stalin no podemos solidarizar con las calumnias dirigidas contra él'". Al autor Moscú le pareció una ciudad sumamente limpia, en donde casi no se advertían policías, "mucho menos que en Nueva York o en Londres". Abundaban, eso sí, los militares uniformados. En Leningrado, Oyarzún anotó la que será su posición ética ante los gigantes totalitarios que visita: "Si viviera en este país, sería esto lo que más echaría de menos: la libre vagancia de una conciencia que se observa e intenta ahondarse a sí misma, eso que aquí no figura en el registro de las actividades aceptables".

El viaje a China ocupa gran parte de las entradas del Diario de Oriente. Allí Oyarzún despliega al máximo sus facultades de observación e interpretación, sus momentos de admiración y discrepancia. La sorpresa también tiene cabida ante unos ojos inquietos y sagaces como los suyos: "(…) todos pobres, muy pobres, con lo poco o nada que tienen, trabajando con frenesí, sonrientes. Es lo más extraño que haya visto nunca". A la hora de juzgar la situación de la China de Mao, el diarista repara con inteligencia en un asunto crucial que a la distante mirada occidental podría resultarle dudoso: "Por lo menos en China, esta opresión [la del régimen comunista] es enormemente menor que la antigua del imperialismo nacional y extranjero". El pueblo chino gozaba en 1960, explica el decano de Bellas Artes, de "una atmósfera de libertad que en el hecho nunca conoció antes". Y la reflexión a través de la que Oyarzún compara los milagros del Partido Comunista chino con los de la Iglesia católica es francamente notable (página 125).

Las entradas referidas a la India son demasiado breves como para referirse aquí a ellas. Sólo queda, entonces, transmitir algunos de los rasgos más llamativos de este diario ejemplar: ameno y erudito; ético y estético; descriptivo y provocador; lejano y cercano. Las contradicciones son aparentes, puesto que la lucidez del diarista refulge en cada frase. A fin de cuentas, es él mismo quien decide no divagar jamás fuera de los límites que la realidad se le va poniendo frente a los ojos. Loyang, 12 de abril: "Si hasta los curas católicos están felices, cómo voy yo a perturbar este orden hablando de mi estupidez singular, de que me siento solo, condenado a muerte, de que las islas Bienaventuradas no existen, pero que yo sólo vivo por ellas".