Han pasado cuatro temporadas y sigue siendo la mejor secuencia de Sherlock: son los minutos iniciales, aquellos en que un cojo John Watson conoce a este personaje raro y, sin que le diga nada, en pocos minutos es desnudado por la metódica observación y sistema de inferencias del agudo detective londinense. En muchas formas, lo que ocurre ahí es la declaración de intenciones de los personajes: Sherlock sabe antes que Watson que el propio Watson resolverá irse a vivir con él, y, por lo tanto, no pierde tiempo en discutir detalles ni formalidades. Sólo lo cita asumiendo que, pase lo que pase, el resultado va a ser el mismo.
La fórmula es la clave para una serie cuyo ritmo es casi asfixiante: todos somos Watson, todos estamos siempre un paso atrás de Sherlock, nos sentimos utilizados y hasta abusados por los giros que da el guión y que, aunque casi siempre confunden al buen médico veterano de guerras, prácticamente nunca pillan desprevenido al protagonista de la historia.
En algún recóndito lugar de las mentes, todos anhelamos y a veces jugamos a tratar de ser Sherlock, ese desagradable y petulante genio que de todas formas es el más inteligente del grupo y siempre tiene al resto confundido y siguiendo sus pasos. Pero al final del día es más honesto y fácil empatizar con Watson, que admira a su amigo, lo cuida, lo perdona incluso cuando sus pasos y su adrenalina ponen en riesgo su propia vida y la de sus seres queridos y, sobre todo, le da una razón para volver a tierra y ser algo más humano.
Watson siempre va atrás, pero a diferencia de lo que dice la canción, ser segundo no siempre es perder. La gracia no sólo del personaje, sino de la brillante interpretación que hace Martin Freeman, es que el médico fácilmente sería el hombre más inteligente de cualquier lugar si no estuviera Sherlock: sus intervenciones son precisas, su lealtad es a toda prueba y –algo sorprendente considerando la agudeza del detective- en varias ocasiones son sus observaciones pedestres las que le abren una puerta a las resoluciones.
Ser segundo de Sherlock es un muy buen lugar para estar. Si no, que lo diga Freeman, quien desde que la serie comenzó en 2010 vio sus bonos subir como la espuma y terminó encarnando al joven Bilbo Baggins que encuentra el anillo en El Hobbit, y que incluye, curiosamente, un enfrentamiento con el dragón Smaug, cuya voz es puesta por Benedict Cumberbatch. El mismísimo Sherlock.
En esa dupla notable que han revivido y que vuelve cada dos o tres años por apenas tres episodios, John Watson es la pieza que afirma, la fundamental. Porque es la tecla más sensible de la serie británica: Sherlock, al final, necesita a Watson más de lo que él lo necesita de vuelta.