No es frecuente dar con novelas cuyos personajes principales son mapuches. Sin embargo, el año pasado, Luis Sepúlveda publicó una fábula acerca de un perro que traba amistad con un niño mapuche (burda y predecible). En la introducción, Sepúlveda aseguraba que de pequeño oía embelesado las historias que le narraba en mapudungun su tío abuelo, Ignacio Kallfukurá. Lo curioso es que Sepúlveda no hablaba ni entendía esa lengua, pero el asunto quedó flotando en el ámbito de lo milagroso. Hace un par de meses, el escritor argentino César Aira presentó Eterna Juventud, relato protagonizado por un sobrino del mítico cacique Cafulcurá, quien, entre otras proezas, guió a su tribu a través de Los Andes para establecerse al otro lado de la cordillera, en tierras argentinas. Ello ocurrió alrededor del año 1830, después de que Cafulcurá decidiera "trasladar la letra 'l' de la primera a la segunda sílaba de su nombre", esto según Aira.
Eterna Juventud es un joven no tan joven que cabalga y divaga con inteligencia y cierto sentido histórico acerca del destino propio y de su gente, enfrascándose ocasionalmente en discusiones con su anciano tío, el astuto y a ratos pícaro Cafulcurá. El cacique, por su parte, demuestra ser un nihilista sabio, incluso tal vez un adelantado a su época, pero peca de soberbia y a menudo cae en el "error supremo de creerse el único inteligente". Aun así, Cafulcurá liberó a los suyos del peso de los dioses (fundó su poder "en el rechazo de las teofanías") y los hizo conscientes de la riqueza del mapudungun.
Una voz misteriosa y omnisciente, que no se expresa desde la época en que suceden los hechos, narra con elegancia, erudición, astucia y una premeditada distancia, tendiente, esta última, a esparcir un velo de sombras alrededor de sí misma. El uso continuo de términos franceses en letra cursiva -"connaisseur", "impasse", "avant la lettre", etc.- puede ayudar, en una mínima medida, a que el lector se haga una idea acerca de quién maneja las riendas del relato, pero la información no es suficiente como para configurar una personalidad sólida. El efecto, sin embargo, resulta atractivo y seductor, puesto que le otorga profundidad y peso a un texto sumamente breve.
Misteriosa también es la afición de Eterna Juventud por coleccionar las decenas de "cabecitas parlantes" que va hallando en diferentes cavernas. "Él había superado el estadio de buscar y encontrar. Lo guiaba una estrella particular, la de los hallazgos incausados". Los objetos despiertan la curiosidad del que lee, intrigan, y en último término estimulan los mecanismos de la imaginación: "Después de todo, si nadie sabía a ciencia cierta qué eran las cabecitas parlantes y qué mensaje transportaban, había que concluir que eran cifras, y que en ellas estaba la expansión de los cielos, el canto de la noche, el aliento de las brisas, la fragancia de la hierba".
En tiempos como los que corren, cuando varios estratos de la sociedad civil dedican esfuerzos y reflexión a lo que por conveniencia podríamos llamar "la causa mapuche", la novela de Aira viene a ser un aporte que traspasa los límites de la ficción. El individualismo histórico del mapuche, su proclividad al ocio y al guerreo, sus vínculos conmovedores con la naturaleza, la simpleza en el vivir, la vocación por la libertad, son, entre otros, los temas aquí tratados con soltura y admiración. Es por ello que este libro puede ayudar mucho más a la comunión entre pueblos que tanta consigna incendiaria y hueca que uno oye casi a diario.