En el año 2003, Gabriel Salazar (1936) publicó una compilación de escritos que daban cuenta de su recorrido investigativo y del despliegue de sus intereses y reflexiones. El libro se llamó La historia desde abajo y desde adentro, título que reivindica una variante historiográfica que cultivó a la par de colegas como Julio Pinto y Angélica Illanes.
La publicación, de modesta tirada, corrió por cuenta de la Facultad de Artes de la U. de Chile, limitando su alcance a parcelas acotadas de la academia. Años más tarde, la obra regresa al alero de un editor global (Penguin Random House, a través de Taurus),
La presente reedición se llama igual que la anterior; agrega el subtítulo Artículos, conferencias ensayos (1985-2016), y elimina dos ensayos de la obra original para agregar otros dos.
Como en su minuto Marc Ferro o Paul Ricoeur, Salazar cumplió los 80 y no ceja en su ritmo de publicación. Sintomáticamente, la aparición de La historia desde abajo y desde adentro coincide, o casi, con la de otros dos volúmenes de su autoría: Voces profundas. Las compañeras y compañeros "de" Villa Grimaldi Vol. II (Lom) y Los caminos del pueblo. Reflexiones de prisión y exilio sobre política revolucionaria en Chile, 1976-1984. Mientras el primero se afirma en la oralidad para encaminarse a una historia cultural de la militancia revolucionaria, el segundo reúne textos no previstos para ser publicados y toca temas como su áspera relación con el aparato mirista antes de dejar el movimiento, en 1980.
Sumadas, acaba de publicar unas 1.800 páginas. "Una coincidencia", dice el académico, antes de pasar a lo que sigue, que son varias cosas (aunque prefirió no referirse a la polémica por sus declaraciones en torno a casos de acoso sexual en el Depto. de Historia de la "U", donde enseña).
—En uno de sus textos critica el corte artificioso entre pasado y presente a la hora de hacer y aprender historia. ¿Qué centralidad tiene ese punto?
—La experiencia vivida por los chilenos en general, con Frei, Allende, Pinochet, fue de una profundidad personal, nos revolcaron pallá y pacá en un lapso de 20 años, poco más o menos. Eso dejó en la experiencia, en la memoria de la gente, hechos marcados a fuego. Entonces, la gran categoría cultural que aparece después de Pinochet es la memoria viva, la memoria histórica de la gente. La gente se dio cuenta de que la historia está en su vida presente, en su memoria de vida y no sólo para recordar. Al descubrir que el sujeto histórico vive en el pasado, pero al mismo tiempo está decidiendo su presente, uno valora su condición de sujeto vivo.
—¿Cómo evalúa el fenómeno editorial de la Historia secreta de Chile, de Jorge Baradit, que lo citó en ella y lo entrevistó para su programa en TV?
—Me leí los dos libros de Baradit [vols. I y II de Historia secreta…] y me interioricé en lo que hace. Creo que coincide conmigo en mostrar fenómenos vivos, en no mirar la historia como un monumento: le está dando vida al pasado. Hay cuestiones prosaicas, de repente, pero hay una mirada fresca que a la gente le ha gustado. En segundo lugar, ha mostrado cosas que se han dicho entre los historiadores, pero que él ha destacado. Para la gente ésa es novedad y le gusta. Además, es crítico: de Portales, de los gobiernos autoritarios. Ciertamente, no es historia profesional ni intenta serlo. No contribuye en sí misma a construir un pensamiento crítico ni uno que permita orientarse política o históricamente en el presente, porque ofrece fenómenos aislados, desconectados, y no tiene conclusiones. Está a medio camino, pero no lo descarto ni lo descalifico.
—Ud. critica la deriva de la intelligentsia académica a partir de los 90. ¿Ve las universidades de hoy como símil del espacio corporativo?
—La cultura competitiva se instaló dentro de las universidades y eso ha conducido a los historiadores, y a los académicos en general, a entrar en la carrera académica jerárquica: ser profesor asistente, asociado, titular, y así. La gente hincha el currículum para que lo evalúen positivamente y avance de categoría. Vive en función de eso. Por otro lado, la evaluación de tu rendimiento les da mucha más importancia a los artículos en revistas indexadas, ojalá internacionales, que a los libros que publicas. Un libro como el de Tomás Moulian [Chile actual. Anatomía de un mito], que vendió como 50 mil copias, no da puntaje. Los libros míos, que venden sobre los 4 mil, tampoco. Hay historiadores sociales a quienes interesa escribir, publicar, pero no seguir la práctica política que implican las conclusiones que sacan. Se ha perdido el sentido de solidaridad que hubo en el tiempo de las ONG. Más adelante, sacamos el Manifiesto de Historiadores, que era puro efecto de la solidaridad entre todos. Hoy sería imposible sacarlo. No hemos podido seguir trabajando juntos porque están todos compitiendo unos con otros.
—¿No lo dice como si estuviese fuera de eso?
—La diferencia es que he tratado siempre de constituir grupos para trabajar como equipo, solidariamente, en la dimensión política de lo que estamos haciendo académicamente. La izquierda no tiene ningún think tank, la derecha y la centroderecha tienen como 18; la izquierda, ninguno, excepto el ICAL, que mejor ni contarlo. No hemos logrado montar un centro pensante donde concentremos el estudio, donde influyamos. Todos fracasamos con el sentido autodestructivo que ha tenido la izquierda clásica. La izquierda derrotada, la populista y la revolucionaria, han tenido dentro de sí este bichito que se refleja en que todo intento por construir un proyecto nuevo, distinto, fracasa por autodestrucción. El propio MIR se autodestruyó y el ejemplo más patético de esto es el Arcis, por esta cuestión interna de los viejos políticos derrotados, tanto por el lado MIR (Max Marambio), como por el lado PC. Yo intenté varias veces construir una ONG, una especie de tanque pensante de izquierda. Comencé a hacer uno, al que llamamos la Mancomunal del Pensamiento Crítico. No duró ni seis meses: la mierda interna estalló en menos de lo que canta un gallo.