Llama la atención la nula importancia que le han dado los candidatos presidenciales al tema cultural. Voto desde la vuelta a la democracia y nunca había visto un grado de indiferencia tan impresionante desde la política hacia la cultura. Las escasas propuestas que se leen en los programas solo develan lo poco que les importa el desarrollo de las artes y el espectro humanista del conocimiento, pese a que se habla de mejorar la educación, de entregar valor agregado y otros anhelos que implican que salgamos del analfabetismo funcional en el que estamos sumidos.
No hay buena educación sin una política cultural que la acompañe. Es imposible mejorar los grados de civilidad de las personas sino le entregamos herramientas sensibles e intelectuales para que puedan pensar y tengan formas de comunicar lo que les acontece. También se necesita un espesor para digerir la realidad, para explicarse y asumir la angustia, los percances y las decepciones a las que estamos expuestos. Esto solo se logra dando oportunidades para desarrollar lo que no es práctico, lo que no da resultados a corto plazo. Es un deber invertir en lo que surge de la creatividad, del pensamiento. Las explicaciones de lo que somos y nos pasa como sociedad no las hemos encontrado en la economía y en las ciencias políticas. Es posible que haya pistas, en cambio, en la historia popular, la literatura, la filosofía y las artes. Son zonas que no se atienen a las reglas que inventaron los burócratas del conocimiento, esos enemigos de cualquier atisbo de genialidad y de producción de nivel superior.
Desde que volvió la democracia no hemos sacado la cultura de la pobreza. Basta mirar el estado en que están instituciones como el Museo Nacional de Bellas Artes, sin dinero para nada que esté más allá de existir mínimamente. En particular, éste no tiene capacidad para pagar seguros ni para de armar colecciones, o sea, comprar obras a los artistas. En rigor no cumple como museo. La miseria presupuestaria de esa y otras organismos culturales está lejos de la opulencia de lugares como el Tribunal Constitucional, donde el lujo, la ostentación y el diseño se notan en cada detalle. Esto no es culpa de los ministros de cultura, ni de los funcionarios de esas reparticiones, sino de los presidentes que hemos tenido. Salvo Lagos, el resto ha reducido la cultura al espectáculo y cada vez que hay una contingencia la postergan y reducen el dinero que le entregan. Esta es la mejor medida de su peso específico.
¿Acaso no se dan cuenta los políticos que para comprender el lugar donde vivimos hay que observar y promover la cultura, los lenguajes que ésta digiere? ¿No entienden que temas como la cesantía y la delincuencia son culturales por sobre todo? Los únicos discursos verosímiles son los que fusionan en sus propuestas lo estético con experiencias vitales, y para eso se requiere una mirada de las cosas más inteligente y sofisticada. No podemos seguir con el mismo lenguaje economicista para hablar de realidades que evolucionaron. Ese lenguaje impide mejorar cuestiones que nada tienen que ver con quién gana más o menos dinero. Ya vimos los estragos que hizo el ministro Eyzaguirre en educación. Cada vez que habla da vergüenza por su falta de recursos para expresar conceptos con mediana elocuencia.
Tenemos un país donde las planillas Excel mandan más que las ideas, y eso solo puede significar un desastre mayor. Cuando se desatiende la cultura se está dejando de escuchar las pulsiones que ésta expresa antes de que estallen a nivel social. En las obras que se producen en nuestro país están los síntomas de los descontentos, los anhelos inconfesables y el inconsciente de la sociedad, su lado inmaterial, el que no habla pero sí actúa de forma súbita, sin atenerse a razones.
Los políticos han dejado de mirar la cultura porque no ven en ella réditos. Muestran así su falta de espesor, su levedad para ostentar un cargo que implica más que administrar y repartir. Están dejando de lado lo simbólico, el relato, en definitiva, lo que a las persona les da tranquilidad y confianza. Sin pudor exponen la ignorancia en la que se mueven, además corren el peligro de apostar exclusivamente al plano de las satisfacciones económicas y básicas, como si las personas fueran limitadas e insensibles. La cercanía y credibilidad que añoran para gobernar solo se encuentra cuando se entienden los resortes culturales que desatan los acontecimientos. Solo aquellos que tienen la cultura en su horizonte cercano pueden llamarse estadistas.