Es sabido que la Academia de Hollywood no se presta para chacotas. Que, aunque ande desorientada o se rinda ante algún hype circunstancial, es gente que transmite seriedad y que, en consecuencia, oscariza películas serias o, al menos, respetables. Y la comedia, por alguna razón, no es un género respetable para la Academia. Pero no siempre fue así.
En 1935, por ejemplo, la gran ganadora fue Sucedió una noche, de Frank Capra, comedia por donde se la mire. Y tres años después fue el turno de una cinta leve y encantadora, La pícara puritana, que le dio una estatuilla a su director, Leo McCarey. Años más tarde, el propio McCarey diría que su estremecedor drama acerca de la vejez Make way for tomorrow, estrenado pocos meses antes, era su preferido. Si la Academia de entonces hubiese sido la de ahora, habrían estado de acuerdo.
Pero el caso es que esta cinta estelarizada por Irene Dunne y Cary Grant, como una pareja acaudalada cuyo matrimonio "abierto" entra en crisis, tuvo entonces su momento. Y seguirá teniéndolo en la medida que los espectadores se enteren de su existencia. De ahí el valor de su inclusión en "Risas a la americana": un ciclo de 18 filmes con el que el Cine UC tributa casi un siglo del no siempre bien ponderado género de las risas.
A partir de este miércoles, y hasta el 6 de agosto, la sala de Alameda 390 ofrece un variado ramillete de títulos. Y los primeros en comparecer, a través de dos mediometrajes reunidos en una misma función, son dos de los más grandes talentos de la historia del cine: Charles Chaplin, con Vida de perro (1918), y Buster Keaton, con Sherlock Jr. (1924). En la primera, Charlot procura sobrevivir mientras huye de la policía en compañía de un adorable cachorro; la otra tiene a su director y protagónico como un proyeccionista de cine culpado de un robo que no cometió.
Ya entonces, y todavía entre nosotros, algo de cáustico y cuestionador tiene este género, ante el cual el espectador no puede sino rendirse: si el gag o la situación surten su efecto, los pudores y las explicaciones dan lo mismo; y si no funcionan, igual cosa. La risa, sencillamente, ocurre. Por esa y otras razones, la comedia tiene la cualidad de correr cercos y de decir o mostrar lo que, en un ámbito de seriedad y decoro, resultaría inaceptable. E incluso, a la distancia, puede acusar nuestra actual corrección política.
Ejemplos de lo anterior hay varios en este ciclo. Uno bien lejano lo da Al servicio de las damas, de Gregory La Cava (1936), donde un vagabundo bastante compuesto y educado para ser un homeless -William Powell-, es descubierto por una joven millonaria que jugaba a "encontrar pobres". Acto seguido, se convierte en mayordomo de la joven y su familia, en cuya casa campean el absurdo y el desvarío. Otro, ya clásico, es el de la corrosiva MASH (Robert Altman, 1970), que no puede sino ser un comentario hilarante de Vietnam, aunque se ambiente en la Guerra de Corea (tal como La rubia explosiva, con Tony Randall y Jayne Mansfield, puede ambientarse en la industria de la publicidad, pero provee una mirada mordaz a la sociedad estadounidense de 1957).
Nombres cómicos
Lo que sigue es preguntarse si la identificación con un género y su idosincrasia es para guionistas y directores un activo, o más bien lo contrario. Las respuestas de la historia no son concluyentes y el presente ciclo autoriza los estudios de caso.
Hay en la muestra, por lo pronto, emblemas como Blake Edwards, que comparece con Un disparo en la oscuridad: el creador de la saga de la Pantera Rosa no pretendía, dicen, hacer una segunda parte del exitoso filme homónimo, estrenado meses antes. Pero ahí está el personaje interpretado por Peter Sellers, con el acento francés exagerado que de ahí en más lo caracterizaría. También asoman, por primera vez, su asistente, Kato, y el sufrido Comisionado Dreyfus.